En los dolorosos tiempos de la República neocolonial, cada 8 de mayo rendíamos tributo a Antonio Guiteras, víctima de una infame traición cuando intentaba embarcar hacia México desde el Morrillo para organizar en el país vecino un movimiento insurreccional destinado al logro de la total y definitiva independencia de Cuba.

El homenaje anual preservaba la vitalidad de una memoria portadora del reconocimiento explícito de la continuidad de un proceso descolonizador y, a la vez, cohesionador de voluntades, siempre vigente a pesar de las aparentes derrotas sufridas en sucesivos empeños.

Así lo definió Fidel al cumplirse, en 1968, cien años de lucha desde el llamado Grito de Yara. Entonces, en un mismo acto, Carlos Manuel de Céspedes convocaba al combate por la independencia y concedía la libertad a sus esclavos.

Para ser verdadera, la libertad proclamada tenía que afincarse en la justicia social. Desde esa fecha en el campamento mambí empezó a fraguarse la nación.

Los terratenientes de antaño aprendieron el arte de sobrevivir en la extrema precariedad. Para lograrlo, incorporaron las enseñanzas de los antiguos cimarrones. Aún en las más difíciles circunstancias, como la del Padre de la Patria abandonado por los suyos en San Lorenzo, nadie pudo arrebatarles la dignidad conquistada.

La historia es bien conocida. La desunión y el predominio de intereses localistas condujeron al Pacto del Zanjón. Sobrevino después una etapa de desencanto. Algunos sucumbieron a tentaciones autonomistas y anexionistas. La prédica martiana concitó la unión de voluntades.

De Oriente a Occidente la llama redentora atravesó el territorio de la Isla. Atrincherado en las ciudades, apelando a un recurso desesperado, el Gobierno de la metrópoli implantó la atroz reconcentración. Se produjo la intervención norteamericana. Los mambises no pudieron entrar en Santiago de Cuba. Tampoco fueron reconocidos como contendientes y se les marginó de las negociaciones de un tratado de paz que habría de definir el destino inmediato de la nación.

Había llegado la era del imperialismo. En Cuba se implantó el entonces novedoso experimento de dominio neocolonial. Tendríamos himno y bandera, presidentes y partidos políticos. Pero el férreo cordón umbilical se establecería mediante la preeminencia del factor económico. Junto con la Enmienda Platt se impusieron leoninos tratados de «reciprocidad». Producíamos azúcar crudo para las refinerías norteamericanas, y desde ese país provenían las restantes mercancías, lo que hacía inviable el desarrollo de una industrial nacional. La deformación estructural de la economía se agigantaba. En la zona oriental, los latifundios cañeros desplazaron a los pequeños productores. Sometido a meses de tiempo muerto, el mercado del trabajo alcanzó una extrema precarización.

La frustración del proyecto emancipador impuso un breve parpadeo de amargura y decepción. Iniciada apenas la tercera década del siglo XX, los obreros, las mujeres y los estudiantes adoptaron, a tenor del espíritu de la época, nuevas formas de organización.

Los intelectuales se unieron en torno al Grupo Minorista. Con las revoluciones mexicana y bolchevique se afianzó el sentimiento latinoamericanista y se difundieron nuevas ideas. El enfrentamiento a la dictadura de Gerardo Machado radicalizó aceleradamente el proceso. Se configuraban todos los rasgos de una explosiva situación revolucionaria. El injerencismo norteamericano encontró un punto de apoyo interno en un hombre fuerte que habría de imponer la represión con mano dura. Así pudo consumarse el golpe de Caffery-Batista-Mendieta contra el gobierno Grau-Guiteras. Aparentemente derrotada, la Revolución del 30 dejó un legado irreversible en los campos de las ideas y de la tradición combatiente.

Los norteamericanos también valoraron la explosividad latente en el panorama cubano. En 1934, a pocos meses de instalarse Carlos Mendieta en la presidencia del país, una comisión de académicos desarrolló una investigación sobre la realidad económica y política de la isla. El estudio aleccionador se tituló Problemas de la nueva Cuba. Contenía un diagnóstico y un conjunto de recomendaciones. Nada se hizo. De todos modos, no era hora de paliativos. La situación se siguió degradando. Años más tarde, el presidente Prío Socarrás solicitó un análisis a la Misión Truslow. Acrecentadas las deformaciones estructurales, el panorama auguraba una crisis irreversible. Apareció otra vez el hombre fuerte. En vísperas de las elecciones, Batista derrocó al gobierno Auténtico.

En el contexto de cien años de lucha, animado por un ideario emancipador que se sustentaba en los pilares inseparables de libertad y justicia social, se fue consolidando el cuerpo vivo de la nación cubana. En cada etapa tuvo que asumir los desafíos de la época, ajustar métodos y establecer prioridades.

Las guerras del siglo XIX afrontaron las formas tradicionales del coloniaje. La República nació marcada por el estreno del neocolonialismo que en la contemporaneidad asume los lineamientos de la globalización neoliberal. Nuestra honda ha sido la de David y su fuerza radica en la capacidad de movilizar un pensamiento desarrollado a través del reconocimiento de las claves de la historia, la afirmación del destino común compartido con otros pueblos víctimas del colonialismo, la dilucidación de los términos del conflicto en cada momento preciso, la asunción lúcida de las realidades de cada época y la definición de un programa con perspectiva de futuro, libre de esquemas y prisiones dogmáticas. Lo hizo José Martí en Nuestra América. Lo hizo también Fidel en 1968 al reivindicar el legado del gesto redentor de Yara.

Fuente: Juventud Rebelde

Por REDH-Cuba

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