En su libro de 1944, Dialéctica de la Ilustración, Theodor Adorno y Max Horkheimer denuncian que la Ilustración, gran destructora de mitos en sus inicios, acaba a la larga, con la burguesía triunfante, convirtiéndose ella misma en mitologizadora. Adorno y Horkheimer escriben este libro en los Estados Unidos de la década de los 40, un momento de auge y consolidación del capitalismo norteamericano a escala planetaria. El libro es entonces, no solo una crítica a la Ilustración como proceso, sino que deviene, independientemente de la voluntad de los autores, en una crítica al proceso político que encarna en sí mejor que ningún otro el doble carácter del movimiento ilustrado: los Estados Unidos de Norteamérica.

La nación norteamericana es la primera concreción del complejo proceso de ascenso revolucionario de la burguesía en Europa que venía preparándose desde mucho tiempo antes. Ya se habían dado en la historia Europea varios conatos de revoluciones burguesas, destacando en particular la holandesa y la inglesa del siglo XVII, pero si bien en estos procesos la burguesía había probado sus propias fuerzas, no había logrado sin embargo romper por completo la espina dorsal del feudalismo y mucho menos ganar el momentum necesario para sustituir completamente las estructuras económicas y políticas de este por otras nuevas a escala mundial.

Thheodor Adorno (1903-1969) uno de los máximos exponentes del Estructuralismo y la llamada Escuela de Frankfurt. Se le considera uno filósofo capital de la teoría crítica de inspiración marxista.

Estas revoluciones, combinadas con la prolongada crisis del feudalismo en su forma terminal de monarquía absoluta, la corrupción e ineficiencia del aparato del Estado y su creciente dependencia de la nueva clase que emergía posibilitaron el surgimiento del movimiento de la Ilustración.

La Ilustración fue la expresión ideológica de intereses de clase concretos. Todo su esfuerzo, de manera consciente o no, va encaminado a desmontar los mitos sobre los cuales se sustentaba el predominio del aparato feudal. Desacralizando las instituciones y humanizando la nobleza, la Ilustración cumplió la labor de zapa que la historia y el desarrollo económico de las sociedades habían comenzado mucho tiempo antes.

Marx apunta que las ideas se convierten en poder material cuando se apoderan de las masas. Así las nuevas ideas de la Ilustración, en la medida en que avanzó el siglo XVIII y se fue profundizando la crisis de la monarquía, se convirtieron en un poderoso ariete que movilizó las fuerzas sociales, bajo el mando de la burguesía, en contra del viejo orden.

La lucha de las Trece Colonias contra el poderío inglés, que revistió la forma de una guerra de independencia, hizo emerger una nación firmemente apertrechada tras los ideales de la Ilustración. Pero estos ideales bien pronto demostraron que tras su noble apariencia, ocultaban intereses de dominación clasista muy específicos. Y bien pronto la libertad o la democracia se convirtieron en libertad burguesa, o sea la de los dueños del gran capital para comprar libremente trabajo en el mercado laboral, y democracia burguesa, o sea un aparato representativo que sirve de fachada a la verdadera estructura de dominación clasista y que garantiza pequeños ajustes a tono con el desenvolvimiento de las fuerzas sociales, pero sin modificar un ápice la esencia de la dominación.

El gran triunfo de la burguesía revolucionaria norteamericana se vio pronto opacado por el más estruendoso y radical triunfo de la burguesía revolucionaria francesa. Europa era aún el centro político y económico del mundo y las conmociones en su territorio implicaban, en lo inmediato, mayores transformaciones a escala internacional. A pesar de la inestabilidad política del régimen burgués revolucionario en Francia, de la aparente reacción que representó el imperio napoleónico y de la posterior reacción que emergió del Congreso de Viena de 1815, las raíces profundas de la transformación ya estaban sembradas. Tras los ejércitos de Napoleón marchaba la transformación profunda del campo. La conversión de una gran masa de siervos en pequeños propietarios de tierras, con lo que se sentaba la base del desarrollo de una burguesía rural y de las relaciones monetario-mercantiles en el campo. La antigua nobleza terrateniente quedaba herida de muerte y, con ella, el sistema político que sustentaba.

El proceso político norteamericano, por el contrario, fue más estable. En la joven nación la burguesía pudo, sin trabas, crear las estructuras políticas que le acomodasen y desarrollar sus fuerzas productivas al amparo de un régimen estatal que era su régimen y por tanto la favorecía. Desde un principio el núcleo central de la dominación se estableció sobre la identidad blanca, anglosajona y protestante, algo que, con el paso de los años, ha permanecido inmutable, con modificaciones solo aparentes.

Desde ese primer momento la Ilustración triunfante en la forma del régimen burgués norteamericano, pasó de ser un elemento antimitológico a una ideología mitologizante. Y uno de los mitos centrales que contribuyó a edificar y sostener con el paso de los años es el del modelo de democracia burguesa norteamericana, que a la larga acabaría imponiéndose en mayor o menor grado a escala planetaria.

Esta democracia, que en principio debía contener a todos los ciudadanos, nació excluyendo a la mayor parte de ellos y las estructuras que se edificaron para garantizarla nacieron al amparo de leyes firmadas en esa etapa fundacional por la élite dominante. La Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica, documento central para la identidad de la nación, fue firmada por un conjunto de hombres, blancos y muy ricos en su inmensa mayoría.

La democracia norteamericana comenzó a edificarse entonces, desde el primer momento, sobre las mujeres, los negros, los pobres y los indios, no con ellos. Y en la medida en que se fueron expandiendo violentamente las fronteras del país hasta llegar al Pacífico, fueron sumándose nuevas identidades sometidas, incluyendo los migrantes.

El ascenso del capitalismo norteamericano en el siglo XIX y la primera mitad del XX, particularmente su posición privilegiada después de la Segunda Guerra Mundial, determinaron el declive político y económico de Europa y el establecimiento de la hegemonía norteamericana.

Las poderosas industrias culturales que acompañaron el ascenso político del país en el siglo XX sirvieron como poderosos altavoces para magnificar esos mitos, cada vez más degenerados y cada vez más al servicio de los intereses geopolíticos de la dominación imperial.

De ahí que el modelo de democracia burguesa no solo sea el patrón impuesto a escala planetaria, sino que además la democracia en sí misma sea una noción de uso bastante flexible. La suma o falta de ella va a depender de la posición política en relación con la hegemonía imperial y cuando se es un aliado de Roma, poco importa con qué régimen se gobierne. Así, el mundo contemporáneo vive permanentemente entrampado en el escándalo de los grandes medios que acusan de antidemocráticos a naciones donde se realizan votaciones regularmente y hay varios partidos políticos (o sean son democráticos en el sentido burgués del término) y, por el contrario, tienden un pudoroso silencio sobre monarquías familiares que descuartizan o desaparecen a sus enemigos políticos.

Sin embargo, por esa dialéctica implacable que tiene la historia, el modelo de democracia burguesa que alcanzó su triunfo definitivo y máxima expresión en la aparente victoria del capitalismo en la década del 90 del siglo XX, comenzó en esa misma década el lento declive que lo ha traído a la crisis actual.

Benjamin Franklin, uno de los principales padres fundadores de la nueva república estadounidense en 1776 y pensador ilustrado que dio forma al nuevo Estado “para el pueblo, pero sin el pueblo”.

Porque al ser una democracia incompleta, donde los cambios políticos no modifican realmente la estructura económica, las leyes implacables de la acumulación capitalista han seguido actuando incontenidas en el seno de las sociedades contemporáneas, y en particular la norteamericana.

Durante más de un siglo la estabilidad interna de la sociedad estadounidense ha estado garantizada por un pacto social tácito. El Estado garantizaba la tranquilidad y prosperidad de la clase media y esta, a su vez, no cuestionaba el orden de cosas existente y servía como un colchón entre los muy ricos y los muy pobres. La prosperidad de la segunda postguerra fue el punto culminante de este pacto social.

Las transformaciones neoliberales de la década del 80 comenzaron a desmontar los servicios públicos que habían garantizado ese crecimiento sostenido en la calidad de vida de la clase media de las sociedades industrialmente desarrolladas en las décadas precedentes. Esos servicios fueron entregados al sector privado el cual no solo no elevó sustancialmente su calidad, sino que los deprimió, para garantizar una subida en los costes que debían pagar los ciudadanos por acceder a estos servicios. Un ejemplo significativo lo podemos encontrar en el sistema de salud norteamericano.

Estas reformas neoliberales comenzaron a comprometer los ingresos de la clase media al mismo tiempo que el repliegue del Estado arrojaba a los ciudadanos inertes en manos del capital. La espectacular concentración de la riqueza que se ha verificado en las últimas tres décadas a escala nacional e internacional contrasta profundamente con el crecimiento de la brecha de desigualdad en todas las sociedades.

La clase media se siente estafada y ha comenzado a descubrir que el modelo de democracia burgués no es, ni siquiera, para toda la burguesía, sino que fue, desde el principio, algo construido para garantizar la dominación de las élites. Y, sin romper con este marco, porque no es todavía un sector completamente radicalizado, si comienza a moverse en sus votos hacia los extremos del espectro político. Así vemos como acceden al poder políticos que hubieran sido candidatos improbables en cualquier otro contexto.

La crisis de la clase media implica un reto extraordinario. Ya en el pasado la crisis del modelo establecido en la Italia de la década del 20 y en la República de Weimar alemana de los años 30 posibilitó el ascenso del fascismo y dotó a esta corriente de una amplia base social. Hoy vemos como con la crisis de la clase media en las sociedades industrialmente avanzadas, ganan espacio actitudes filofascistas, racistas, supremacistas, militaristas.

La hegemonía del capital y sus industrias culturales ha llevado a las sociedades más avanzadas a una actitud mayoritariamente conservadora. La intensa propaganda anticomunista y contra la izquierda progresista lleva a que, para amplios sectores sociales, el camino de transformación del orden de cosas existente por la izquierda quede totalmente excluido. El fascismo canaliza, en posturas extremas, la combinación de descontento social y las apetencias del capital. Su auge en el mundo contemporáneo implica los mayores riesgos para el futuro de la humanidad. Su triunfo sería el triunfo de la lógica más voraz y depredatoria del capital ya sin frenos sociales, sin necesidad de consensos, solo por la fuerza arrolladora de las armas. Y el capitalismo contemporáneo está fuertemente armado.

La nación capitalista hegemónica, los Estados Unidos, debe además lidiar con el ascenso de nuevos actores políticos y económicos que cuestionan y en cierta forma subvierten esta hegemonía. Defenderla implica defender los mitos que la sustentan y conservar la capacidad de renovación que es central para la perdurabilidad del mito. Pero el mito democrático burgués sostenido por los Estados Unidos se levanta sobre la exclusión permanente de los oprimidos, que votan pero no deciden. La ruptura del pacto social con la clase media implica una crisis aún más profunda del modelo.

El rito por excelencia del mito democrático contemporáneo que es la votación registra cada vez mayores niveles de abstención y nulidad en los votos. Mientras tanto, los muy ricos, a pesar de la pandemia, gastan sumas astronómicas en ir de turismo al espacio, sumas que harían una gran diferencia en la Tierra, en materia de alimentación, creación de empleos o enfrentamiento al cambio climático.

Si entendemos que la verdadera democracia es la creación de oportunidades sociales para la participación y realización plena de todos los ciudadanos, sea cual sea su origen, raza, género, orientación sexual o cualquier otro parámetro, comprenderemos cuán alejado está el mito democrático burgués de la verdadera democracia. De hecho, la existencia de este mito es, esencialmente, un gran crimen contra la democracia, pues la limita solo a una estrecha concepción de la participación política y además, para sostener el mito y la dominación que implica, el capital debe ahogar en sangre todo proceso que disienta o atente contra él.

La única forma de alcanzar una verdadera democracia es ir más allá del capital, no en paralelo a él. De lo contrario, seguiríamos como el mito platónico, encerrados en una caverna, confundiendo la apariencia de las cosas con la realidad.

Fuente: Blog REDH-Argentina

Por REDH-Cuba

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