¿Podríamos afirmar que la actual pandemia tiene claras ventajas subyacentes? Sin dudas la respuesta es afirmativa y una de ellas es que quedó expuesto el capitalismo como lo que es: un sistema insostenible, autoinmune y con tantas contradicciones internas que solo puede evitar su colapso a base de guerras, genocidios y aplastantes mecanismos neocoloniales –militaristas y financieros, principalmente– igual que un Frankenstein de entrañas seniles que funciona con sangre ajena.
Pero más acá de los posibles análisis, hay un aspecto que brilla con particular e infamante crudeza. Y se trata, nada menos, que de la evidente vocación de lesa humanidad estadounidense, aun en los escenarios más trágicos, como es este contexto de epidemia mundial.
Lejos de renunciar a sus agresiones a países extenuados, la maquinaria financiera y el complejo militar-industrial norteamericano han continuado, e incluso redoblado, sus perversos mecanismos en política exterior. La insistente asfixia a una nación como Cuba que hoy se halla en el centro de las miradas internacionales por su rol humanista ciertamente protagónico en la gestión de la pandemia, resulta elocuente sobre la naturaleza históricamente criminal del aparato institucional estadounidense. Y no solo de sus personajes más o menos siniestros pero pasajeros, llámense éstos Donald Trump, Ronald Reagan, Mike Pompeo, Donald Rumsfeld, Henry Kissinger, John Edgar Hoover, el clan Bush, Harry Truman o los hermanos John y Allen Dulles, Condoleezza Rice, o Madeleine Albrigth. La lista de enemigos de la humanidad y de sus valores más elementales que ha engendrado Estados Unidos en los últimos cien años resulta inabarcable en un simple artículo. Quizás también resultaría inaprensible en un volumen enciclopédico.
Por supuesto, un Estado anómalo como EE.UU, de clara inclinación supremacista, sobredimensionado en su propia maquinaria de muerte y en sus manifestaciones unilaterales cada vez más despiadadas (pero también progresivamente inorgánicas y desesperadas), no podría permanecer sin la complicidad de una parte del mundo igualmente seducida por vocaciones de lesa humanidad. Francia, Israel o Inglaterra, sin mencionar a naciones menores como Holanda o Bélgica, no son más que expresiones en miniatura del espíritu igualmente brutal y violento que ha exportado Occidente desde hace siglos.
Y aunque muchas de estas naciones autodenominadas “democráticas” expresan todo el pathos civilizatorio actual, no pueden compararse en la sistematización norteamericana en la consecución de sus delitos contra la humanidad. Lo que distingue a Estados Unidos del resto de los países sumergentes –literalmente bañados en sangre inocente, enriquecidos y beneficiados con la muerte y la explotación de sus víctimas periféricas– es su enfoque vanguardista para perpetrar sus crímenes. Dicho de otro modo: Estados Unidos siempre innova.
Una nación que ha sido innovadora en la codificación de la tortura y –junto con la llamada Escuela Francesa aplicada por los colonialistas galos en Argelia en la década de 1950– fue pionera en técnicas de aniquilación de opositores en escenarios urbanos y de represión trasnacionalizada. El Programa Phoenix en el sudeste asiático iniciado en 1965 para desaparecer y torturar opositores, y su sucedáneo, que fue el Plan Cóndor en América Latina en la década de 1970, son pruebas irrefutables de este psicótico vanguardismo desplegado por Washington.
Durante todo el siglo XX Estados Unidos también estuvo a la vanguardia en tácticas de ocupación rápida y desmantelamiento jurídico en las naciones asaltadas. La invasión a Cuba de 1899 y su infame Enmienda Platt de 1901 son una buena muestra de ello, como también lo fue la ocupación de Haití ordenada por el presidente Woodrow Wilson en 1915 y que se extendería por 34 años. Podríamos citar aquí maniobras similares en Nicaragua, Panamá, República Dominicana, México o Granada, Filipinas, en la Europa de posguerra y en diversos escenarios africanos y asiáticos. Pero este simple artículo no alcanza para tal propósito.
La potencia norteamericana fue además pionera en el uso de armas terribles: napalm, gases, toxinas, dioxinas, superbombarderos, drones, misiles balísticos, aviones invisibles, satélites militares, municiones de uranio empobrecido, y, como no, armas atómicas debidamente probadas sobre las poblaciones civiles de Hiroshma y Nagasaki, o en islas remotas previamente despojadas de sus ocupantes ancestrales, como en el atolón Rongerik, en la Islas Marshall del Pacífico sur. Las vanguardias para la muerte que transitó Estados Unidos con verdadero entusiasmo, son las que sin dudas terminarán opacando otras vanguardias ejercidas en las ciencias, las artes, la medicina, precisamente porque sus adelantos necrófilos son los que borrarán de la memoria colectiva todos sus demás aportes.
Durante la pasada -y ciertamente grotesca- Administración republicana de Donald Trump, el encierro en jaulas de niños inmigrantes, alejados de sus madres y marcándolos en su psiquismo para toda la vida, también nos habla de terribles innovaciones en la decadente modernidad estadounidense, cada vez más asustada por su creciente crepúsculo y cada vez más feroz en sus despreciables actos criminales. Los padecimientos infligidos a un pueblo noble, luchador y amable como el venezolano para acaparar sus recursos y como castigo por haber desobedecido al hegemón, también son un gran testimonio de la ciega criminalidad del aparato jurídico-militar que domina a la mayor potencia planetaria. Sus siete flotas navales diseminadas en todo el Globo y su casi millar de bases en más de 70 países le insumen gastos tan devastadores para su economía, que su sostenibilidad solo pude lograse con dos penosas estrategias: deteriorar la calidad de vida de los propios ciudadanos estadounidenses progresivamente pauperizados, e innovar en métodos de vigilancia y control global para poder mantener una hipertrofia imperial cada vez más monstruosa e incontrolable.
Recordar que existe un Día Internacional de los Crímenes Estadounidenses Contra la Humanidad y que se conmemora cada 9 de agosto como hoy, es una obligación perentoria, casi un deber, de cualquier ciudadano que se declare defensor de la dignidad humana. Pero para ello deberemos superar las estructuras dialécticas, comunicacionales y económicas que el sistema mundial nos muestra como inamovibles, pues son en realidad tenebrosos callejones de la Historia ya caminados y a los que Estados Unidos parece querer retornar. Cada delito que Estados Unidos comete a diario contra pueblos y personas inocentes sometidas a su descomunal poder, resulta un paso adelante en esos peligrosos senderos en cuyo final habrá nuevos genocidios, esclavitud y opresiones fascistas dignas de la más cruel literatura. Tampoco el pueblo de EE.UU debe ignorar que deambular por esa acera de impunidad terminará, más temprano que tarde, por aniquilar su propio cimiento pretendidamente republicano, cuyas profundas grietas ya asoman.
* Alejo Brignole es escritor y analista internacional, integrante de la REDH capítulo Argentina.
Fuente: REDH-Cuba