Bien pudiéramos aprovechar la fuerza simbólica que nos hereda el descarrilamiento del tren en Santa Clara, ordenado por la Comandancia revolucionaria del Che, y hacer lo mismo con el «ferrocarril» mediático imperial infestado con municiones semióticas oligarcas.
Usar las «topadoras», «excavadoras» o «buldóceres» que las luchas emancipadoras de los pueblos han producido en la batalla contra la concentración monopólica de medios y de mensajes alienantes.
Bien pudiéramos seguir el ejemplo táctico y estratégico de la Revolución Cubana para, entre otras cosas, impedir que lleguen, como llegan, las armas de guerra ideológica del capitalismo, para instalarnos sus misiles tóxicos y sus campos minados con fake news.
Vivimos una guerra híbrida e irrestricta que se desplaza sobre «rieles» tecnológicos, también.
Vivimos bajo el fuego de una guerra desplegada en tres frentes simultáneos: un frente económico, un frente terrestre y un frente mediático, este último especializado en anestesiarnos y en criminalizar las luchas sociales y sus líderes. Tres fuegos que operan de manera combinada, desde las mafias financieras globales, la industria bélica y el reeditado «plan Cóndor comunicacional», empecinados en silenciar a los pueblos.
Todo con la complicidad de no pocos gobiernos serviles, especialistas en gerenciar los peores designios contra la humanidad.
Guerras desatadas contra el pueblo trabajador, de todo el planeta, sin clemencia; guerras que no se contentan con imponer su bota explotadora porque quieren, además, que lo agradezcamos; que reconozcamos que eso está bien, que nos hace bien; que les aplaudamos y que heredemos a nuestra prole los valores de la explotación y la humillación, como si se tratara de un triunfo moral de toda la humanidad. Guerra oligarca contra los pueblos que no solo es material y concreta, sino que es también ideológica y subjetiva. Nada de esto es nuevo.
Según los dueños de esa guerra, nosotros debemos ser pacifistas, entender sus intereses supra, trans e intranacionales; su poder económico-político y su necesidad de dominio. Ellos nos quieren sedados y aplaudidores, disfrutando una escalada múltiple de articulaciones alienantes. Que respetemos sus leyes e identidades de clase mientras se inclina la balanza del capital contra el trabajo.
Quieren que luchemos por la paz en un sistema de negocios militares, estratégicos y transnacionales operados desde las centrales imperiales con ayudas vernáculas. Nos quieren pacifistas, ignorantes y desmoralizados; nada de esto es nuevo, lo supimos y lo sabemos.
Su industria militar ha desplegado armas bancario-financieras de endeudamiento, inflación y dependencia monetaria, inspirados en la retracción del papel del Estado para reducir y suspender derechos históricos adquiridos. Multiplican sus bases militares con objetivos represores enmascarados bajo todo tipo de disfraces. Sus fábricas de guerra también producen alianzas con los «medios de comunicación», que conforman un plan de discurso único para camuflar, incluso, las guerras judiciales, las guerras económicas y los muchos episodios de represión, táctica y tecnológicamente actualizados.
Nuestro presente está teñido por una mafia industrial militar que se fortalece disfrazada de democracia, reina por su estulticia y por los peores ejemplos criminales en todas sus definiciones… despliega, desnudas, mil y una tropelías de jueces y tribunales que, a contrapelo de toda justicia, desatan persecuciones, encarcelamientos y condenas basadas en la nada misma, o dicho de otro modo, basadas en cuidar los intereses y poderes diseñados minuciosamente para la ofensiva triple que aquí se describe. La guerra irrestricta es ensalada de todo tipo de canalladas para atacar a los pueblos. Su guerra es un gran negocio.
Su guerra contiene un plan específico para acostumbrarnos a lo macabro de todas las formas posibles… incluso las del entretenimiento. No son diversiones asexuadas o «inmaculadas», quien las consume es sometido a una esquizofrenia «placentera», que nos hiere con ironía intencional e inentendible.
Nos quieren anestesiados, hablando, actuando como ellos, nos quieren, incluso sin darnos cuenta, imitando sus referentes mercantiles de los mass media, con el pretexto de que «eso sí es divertido», de que «así la gente entiende», de que «esto vende»…; nos enseñan a repetir una trampa lógica en la que corremos riesgos de todo tipo, comenzando por legitimar el modo dominante para la producción de formas expresivas.
No quiere decir esto que no se pueda descarrilar (consciente y críticamente) el tren de los medios para ponerlos al servicio de una transformación cultural y comunicacional, pero es indispensable definir qué realmente es útil. Hay que estudiar cada caso minuciosamente y eso es algo que muy poco se hace.
Transferimos al aparato empresarial bélico, bancario y mediático –sin frenos y sin auditorías– sumas de dinero incalculables. Hicimos leyes que no cumplimos, adquirimos tecnología sin soberanía, no consolidamos nuestras escuelas de cuadros, no creamos una corriente internacionalista para una comunicación emancipadora organizada y apoyada con lo indispensable, no creamos los motores semióticos para la emancipación y el ascenso de las conciencias hacia la praxis transformadora, no creamos un bastión ético y moral para el control político del discurso mediático y el desarrollo del pensamiento crítico… o, al menos, lo que hicimos es realmente insuficiente.
Y no es que falten talentos o expertos, no es que falte dinero ni que falten las necesidades con sus escenarios. Hizo estragos, nuevamente, la crisis de dirección política transformadora. Hablamos mucho, hicimos poco. Ni el Informe MacBride (1980) supimos escuchar y usar, como se debe.
Para colmo, la clase dominante desarrolla, permanentemente, medios y modos para anestesiarnos, desorganizarnos y humillarnos sin clemencia.
Inventa falsedades alevosas que transitan con impunidad, y sin respuesta, a lo largo y ancho del planeta, siempre con un poder de ubicuidad y de velocidad que nosotros no podemos siquiera medir ni tipificar en tiempo real. Y la inmensa mayoría de las veces lo miramos desde nuestras casas (dormitorios incluso) en forma de noticieros, entretenimiento o reality show.
Consumimos sus productos, engordamos sus rating y rumiamos, nuestra impotencia, hacemos catarsis indignados y enredados en frases hechas, mayormente inútiles e intrascendentes.
Es urgente descarrilarles el tren semántico y ponernos a construir (es decir avanzar) el sentido emancipador que nos urge.
Eso es parte de la guerra.