Enrique Ubieta, durante la presentación de sus libros Diario de Turín y Cubanos en Turín, en el marco de la XXX Feria Internacional del Libro de La Habana. Foto: Abel Padrón Padilla/ Cubadebate.
El horizonte de mi infancia y mi adolescencia era el año 2000. Discutía con mis amigos cómo sería el mundo y Cuba, por supuesto, en ese límite del tiempo, de la misma forma en que los navegantes del siglo XV discutían e imaginaban lo que habría en el supuesto límite del espacio marino. El horizonte era el lugar o el tiempo por conquistar. Sacaba cuentas de los años que tendría, y me veía como un señor muy mayor. Hasta el año 2000, el tiempo fue espeso, los años parecían más largos. Aunque amigos más racionales que yo insistían en que el calendario en sí mismo nada explicaba, yo me aferraba a ese símbolo.
Diez años antes de que llegáramos al confín del tiempo, la historia implosionó. El imperialismo se declaró vencedor y en un ademán histriónico, detuvo los relojes: era el fin de la historia. El historiador inglés Eric Hobsbawm, sin embargo, escribió que el XX había sido un siglo corto, cuyo comienzo estaba en la Primera Guerra Mundial y su fin en 1991. Mucho antes, el escritor cubano Alejo Carpentier había opinado lo contrario: si el siglo XX era el del imperialismo, sería un siglo largo, que se inició en 1898 con la guerra hispano-cubano-norteamericana, y no terminaría hasta bien avanzado el XXI.
Entre apagones de luz y de esperanza, arribamos al año 2000. Pero en los bordes anterior y posterior del nuevo siglo, recorrí Centroamérica y Haití junto a las brigadas médicas cubanas. Fue una experiencia extraordinaria, de la que dejo constancia en mi libro La utopía rearmada (2002). En la isla Tortuga de Haití, acompañado de los doctores Félix y Elena y los humildes lugareños, vi pasar un enorme crucero blanco: “No se ven pasajeros, solo luces en las escotillas —escribí entonces—. Abajo, a nivel de la cubierta, nos parece distinguir un gran salón de baile o un restaurante o un casino de juego. Nada une a los que probablemente nos miran sin vernos desde sus escotillas y a los que miramos sin verlos desde la costa. Son dos mundos que conviven sin mezclarse. (…) Pero los brigadistas cubanos (…) saben que es posible, y necesario, un solo mundo distinto. Ellos esperaron sin luz eléctrica, llenos de nostalgia por los suyos, y orgullo de ser cubanos, el año 2 000. Un fin de año que no pudo vaticinar Julio Verne.”
En el esperado horizonte de tiempo, el mundo continuaba dividido en ricos y pobres, en explotados y explotadores; la esperanza en otro mundo más justo parecía desvanecerse, pero Cuba la encarnaba. Aquel año cumplía yo 42. No había logrado casi nada de mi imaginario plan de vida —siempre he sido muy malo para hacer y cumplir planes de trabajo—, pero en cambio, otro plan imprevisto se había impuesto, ofreciéndome oportunidades antes inimaginadas. Era un hombre de suerte y yo me dejaba querer por el destino. No sería el novelista que había soñado, pero podía cronicar el mundo de mis tiempos, así en plural, porque varios tiempos parecían convivir —como narrara Carpentier— en el mundo de entresiglos. En Centroamérica y en el Amazonas venezolano, había ya vivido la experiencia de los tiempos confluyentes. No obstante, fue en el norte de Italia, cuando el epicentro de la pandemia de Covid-19 se llevaba muchas vidas primermundistas, y los médicos y enfermeros de mi isla lejana, y bloqueada por el imperialismo, luchaban por salvar otras, donde comprendí a cabalidad la unidad del tiempo y del espacio: el capitalismo lo devora todo. En mi Diario de Turín (2021), a propósito de la anécdota del crucero que avistamos desde la costa haitiana, escribí: “Los cruceros son pequeños planetas: no importa qué lugar ocupemos en él, nadie estará a salvo si no lo están todos. En el ya lejano 1998, a las puertas del nuevo siglo, Fidel advertía: «Confío en la inteligencia de los pueblos y los hombres. Confío en la necesidad de que la humanidad sobreviva. Confío en que comprendan que no es cuestión de ideologías, de razas, de colores, de ingresos personales, de categorías sociales, es para todos los que navegamos en un mismo barco una cuestión de vida o muerte»”.
Traspasada la barrera del año 2000 el tiempo se licuo, y los años se me fueron como agua entre las manos. Aquí estamos: han pasado desde entonces tantos años como la vida de un joven recién graduado de la universidad. Y yo cumplo 65. No es que sea un anciano o que mi vida esté por terminar (en realidad, puede terminar de súbito cualquier día, no importa la edad), pero sigo aferrado a lo simbólico. 65 años es una edad que invita a la reflexión. Pero no quiero hablar del pasado (sería la prueba de mi caducidad). Soy y seré hasta mis últimos días un militante comunista que aprendió a serlo en las aulas abiertas al sol de Fidel. He sido un hombre afortunado que encontró el amor, y un sentido de vida. Brindo por mi generación de hombres y mujeres libres, que sigue buscando el horizonte de la Humanidad. Nadie nos detendrá.

Por REDH-Cuba

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