Habrá un antes y un después tras la operación Diluvio de Al-Aqsa, de Hamas, y la ofensiva de retaliación y exterminio lanzada en la franja de Gaza por las Fuerzas de Defensa de Israel, el 7 de octubre, con el apoyo político y militar de la administración Biden.
Con el paso de los días el régimen colonial y expansionista de Benjamin Netanyahu elevó el urbicidio a su máxima expresión. Interrumpida por una tregua humanitaria de cuatro días, la actual fase de guerra no convencional urbana, asimétrica, tiene como principal objetivo declarado “exterminar” a la resistencia palestina −singularizada en Hamas con fines de propaganda bélica por el ejército de ocupación israelí−, enemigo difuso y disperso que se configura a través de una red de células o unidades pequeñas, semindependientes, pero coordinadas, que cuentan con una extrema flexibilidad de movimientos.
Hasta el presente, parte de la guerra asimétrica entre Israel (un ejército de 170 mil efectivos y 360 mil reservistas movilizados, modernos equipos militares y de inteligencia, y apoyadas por la Fuerza Delta del Pentágono), y la resistencia palestina (que vive hacinada en un campo de concentración a cielo abierto y no cuenta con ejército profesional, marina ni aviación), se manifestaba por el control absoluto del espacio aéreo por las fuerzas israelíes y el dominio palestino de la guerra subterránea a través de una red de túneles.
Antes del 7 de octubre, y desde 1948 (cuando se produjo la Nakba [catástrofe], que dio inicio a la destrucción de la sociedad y patria palestinas), la ocupación de los territorios árabes por sucesivos regímenes sionistas de Israel, ha involucrado una serie de procesos de dominación colonial y ocupación militar que incluye, hasta la configuración del actual apartheid automatizado, asentamientos de colonos supremacistas con armamento militar en puntos estratégicos alrededor de las principales zonas urbanas (como dispositivos panópticos urbanos [disciplinarios] para dividir el espacio y controlar las aldeas palestinas, lo que tipifica como crimen de guerra en virtud del Estatuto de Roma); la construcción de redes de vigilancia de alta tecnología (como el Cuerpo de Defensa de Fronteras, que recopila información mediante cámaras, dispositivos de detección y orientación mediante sensores acústicos, algoritmos informáticos y mapas, y son responsables de vigilar entre 15 y 30 kilómetros de terreno las 24 horas del día, proporcionando información de inteligencia en tiempo real a sus colegas militares en zonas ocupadas), a lo que se suman francotiradores robóticos capaces de disparar contra “intrusos” (como las ametralladoras de inteligencia artificial desarrollada por las empresas Rafael y Smartshooter, que pueden disparar granadas aturdidoras, balas de goma y gases lacrimógenos).
Lo anterior se complementa con sistemas interconectados: los muros de apartheid; la subdivisión y zonificación territorial, con carreteras y autopistas de circunvalación para uso único israelí; bases militares y puestos de control (check points) e inspección con tecnología láser, torniquetes, detectores de metales y sistemas de escaneo; grabación electrónica de información mediante la intervención telefónica (vía el sistema de espionaje Pegasus) y la intercepción de mensajes electrónicos, televisión con circuito cerrado y vigilancia por video, sistemas de geoposicionamiento; tarjetas y software de identificación biométrica retiniana y facial Red Wolf (Lobo Rojo), de la empresa BriefCam, que permite detectar, rastrear, extraer, clasificar y catalogar (fichar) a los palestinos que aparecen en las grabaciones de videovigilancia en tiempo real; redes de espionaje dentro de poblados y comunidades (con colaboradores, informantes e infiltrados palestinos); uso de drones y aviones tripulados (para recabar inteligencia y llevar a cabo asesinatos selectivos, incluidas familias de combatientes y periodistas) y un conjunto de leyes y medidas burocrático-militares que traumatizan a la población gazatí.
Toda una suerte de urbanismo militar concentracionario de exportación (probado en el laboratorio palestino por el complejo militar industrial israelí, quinto exportador mundial de armas y líder en tecnología de vigilancia de fronteras), que se combina con una guerra híbrida, asimétrica y urbana en espacios densamente poblados, donde la infraestructura y la población civil se convirtieron en una fuente de objetivos y amenazas (de potenciales enemigos “terroristas”), y para lo cual las Fuerzas de Defensa de Israel y su servicio de inteligencia aérea, naval y de campo, el AMAN, junto con el Mosad (Instituto de Inteligencia y Operaciones Especiales) y el Shin Bet (el contraespionaje israelí), utilizan técnicas bélicas de rastreo y ataque, que deben dominar y controlar todos los espacios de la vida cotidiana en Gaza y Cisjordania, lo que ha dado lugar a una noción de la guerra como ejercicio permanente e ilimitado.
Esa doctrina militar israelí en los territorios ocupados ha sido descrita por Stephen Graham como urbicidio, esto es, la destrucción planificada, deliberada y sistemática de zonas urbanas, infraestructura civil y objetivos simbólicos de la vida y cultura palestina (transformadores de electricidad, depósitos de agua, carreteras, edificios de apartamentos, hospitales, escuelas, universidades, mezquitas, centros de refugiados de la ONU) como método permanente de invasión y estrangulamiento y de coacción física y sicológica sobre la insurgencia y la población civil.
Un patrón de tierra arrasada y asesinatos en masa que se ha venido agudizando como un continuum en el siglo XXI (por ejemplo, la Operación Plomo Fundido en 2008 y 2009), y que llegó a su máxima expresión con la incursión terrestre israelí a partir del 28 de octubre pasado, que desató una orgía de terror (de terrorismo de Estado israelí) ante los ojos del mundo en vivo y en directo, con una matanza deliberada e indiscriminada de civiles “sin paralelo” (Antonio Guterres dixit), incluidos bebés prematuros en incubadoras y pacientes con diálisis o graves que necesitaban cirugías de emergencia, como ocurrió en el bombardeo, asalto y destrucción del Hospital Al-Shifa (y en el nosocomio árabe cristiano Al Ahli y el Hospital Indonesio), sendos actos de castigo colectivo fríamente calculados y metódicos. A lo que se suma el asesinato selectivo de periodistas en Gaza y Líbano para ocultar las huellas del genocidio.
Fuente: La Jornada