Este lunes 25 de marzo, el diario Clarín, de Argentina, publicaba a página completa una entrevista a uno de los operadores habituales de la contrarrevolución en Cuba. La entrevista se enmarca en la estela de aprovechamiento mediático de las protestas ocurridas en Cuba el pasado domingo 17 de marzo y usadas, como todo lo que viene de la isla, como artillería simbólica y política en contra del proceso cubano.

Aunque la entrevista en sí misma no es nada significativo, de hecho las preguntas presuponen y predisponen las respuestas y estas últimas son un compendio de la narrativa habitual en contra de la Revolución, si puede ser útil para levantar y exponer algunos rasgos comunes del discurso que se articula desde dentro y fuera de la isla en contra del proyecto.

El primer elemento a señalar es el Bloqueo económico, comercial y financiero que Estados Unidos sostiene desde hace más de sesenta años contra el país. En la entrevista de marras, si bien se enumeran con placer escatológico una parte de las numerosas carencias que golpean el día a día de los cubanos, no se hace ninguna mención a este conjunto de medidas. Práctica por demás habitual en este tipo de posiciones puramente propagandísticas, que suelen obviar, negar o disminuir el Bloqueo y su peso sobre la cotidianeidad de los cubanos. Al desconocer el Bloqueo, la única explicación que desde la contrarrevolución pueden ofrecer a la situación del país es esta: el estado cubano es un estado fallido, que concentra todos sus recursos en la represión y es incapaz de atender a las necesidades de sus ciudadanos.

Esta respuesta tiene una utilidad visible: es simple y reduce el problema y sus determinaciones a un solo factor. Desde esta lógica una sola respuesta resulta evidente: hay que cambiar el gobierno cubano. Y cambiar el gobierno cubano implica cambiar con él todo lo que huela a socialismo, sustituyéndolo por las virtudes benefactoras del libre mercado, panacea universal de todas las posiciones reaccionarias.

No importa que durante más de 30 años la comunidad internacional masivamente haya votado en contra del Bloqueo o que los propios organismos del gobierno norteamericano hagan públicas regularmente las multas y sanciones aplicadas en contra de empresas, bancos, navieras y ciudadanos en terceros países que negocian o manejan activos financieros cubanos. Esto es algo secundario, en última instancia una excusa menor.

Otra elemento de esta narrativa es la magnificación constante de cualquier conflicto o contradicción interna. Las protestas del pasado 17 de marzo son el resultado de la acción combinada del Bloqueo y la crisis económica internacional con las insuficiencias internas de la administración pública, las posibles torpezas, corrupciones, iniquidades, que también golpean y agravan el día a día de los cubanos. Al igual que cualquier estructura política, el gobierno cubano maneja mejor unos problemas que otro, tiene cuadros más o menos capaces en los diferentes niveles de dirección y esto puede hacer una diferencia en la vida de una comunidad determinada para bien o para mal. En medio de la compleja situación material que atraviesa el país, el factor humano resulta determinante a la hora de dar, o no, respuesta a los principales problemas.

Dicho esto, destacar, a contrapelo del asedio simbólico, dos verdades en los hechos de este 17 de marzo. La primera es que no fueron tan masivos como se quiso hacer ver. Más allá del estruendo mediático y en las redes, fueron manifestaciones de comunidades localizadas fundamentalmente en el Oriente del país, zona históricamente más desfavorecida desde el punto económico y donde la crisis ha golpeado con más fuerza en los sectores más humildes de la población. La segunda es que no fueron violentas ni fueron reprimidas violentamente. Circulan numerosas fotos de las autoridades en los territorios dando respuesta e intercambiando con la población. El conocimiento, prestigio, capacidad de diálogo de cada directivo determinó la mayor o menor satisfacción de la población reunida en cada lugar.

Otro elemento que resulta importante señalar es el de la legitimidad. El asedio simbólico contra Cuba incluye la negación de la legitimidad por parte del proyecto. Presentar las fisuras que sin dudas existen entre el poder y el proyecto, potenciadas por la crisis, como fracturas de carácter insoluble. Esto desconoce los niveles de respaldo popular que aún hoy tiene la Revolución y también desconoce que la legitimidad del proyecto no deriva del poder en un momento determinado, sino de la práctica histórica de la Revolución misma, como expresión de la voluntad colectiva de un pueblo.

Al intentar explicarlo todo por la vía de la represión, fallan en comprender el temperamento del pueblo cubano. Un pueblo que ha cargado sobre sus espaldas con tres guerras de independencia y numerosas revoluciones, que ha enfrentado verdaderos regímenes de terror y represión, lo cual lo capacita con creces para decidir su propio destino. La legitimidad de la Revolución dimana entonces de su capacidad de expresar la voluntad popular. Fallar en cumplir este mandato puede ser, sin dudas, un elemento que conlleve a importantes cambios políticos en el país. Es uno de los mayores peligros para el proceso, que las potenciales torpezas o insuficiencias del poder, acaben vaciando de legitimidad el proyecto.

Pero esta legitimidad no se acaba porque lo repitan los ideólogos de la contrarrevolución, con la ayuda de los altavoces mediáticos, ni la Revolución se acaba cuando lo determine un entomólogo de la historia, que pretende reducir los procesos vivos a secciones osificadas, donde se pueda señalar año y día exacto en que, supuestamente, murió el organismo y solo quedó el caparazón.

Ahora, hay una clara línea roja al emprender un análisis crítico del proyecto cubano en su momento actual. Y es la delimitación entre si la crítica se asume como un componente necesario en el imprescindible perfeccionamiento del paradigma de soberanía y justicia social que representa la Revolución cubana, o si, por el contrario, se se critica para negar este proyecto en el nombre de supuestos “valores universales” de democracia burguesa, libertad y desarrollo, que no es más que el retorno del viejo proyecto anexionista que desde el siglo XIX busca ceñir nuestra suerte a la voluntad de los Estados Unidos.

No quiere decir todo lo anterior que no haya, dentro del proyecto cubano, un disenso legítimo. Lo hay, y forma parte de la disputa de sentidos y hegemonía a través de la cual se reconfigura el proyecto hoy, con aciertos y desaciertos. Pero la premisa de legitimidad de ese disenso será siempre partir desde el patriotismo y posiciones de autonomía con respecto al imperialismo norteamericano. No estar al servicio de los oligopolios mediáticos que atacan indiscriminadamente a su país, y mucho menos jugar el juego de las numerosas fundaciones que, con dinero gringo, realizan una constante labor de zapa en contra del socialismo cubano.

Claro, uno de los precio a pagar de ese disenso legítimo puede incluir no recibir invitaciones de la Embajada norteamericana a acompañarlos en ninguna de sus distinguidas actividades.

Por REDH-Cuba

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