La libertad no es una concesión. Es el resultado de múltiples luchas sociales que han marcado la evolución de los derechos humanos en todas sus dimensiones. No hablamos de la libertad neoliberal de elegir: o beber vino o tomar gaseosa, al cual se aferran los libertarios para suspender la primera condición del ser humano, su dignidad. Negar los derechos humanos como parte de un orden democrático, es contradecir el valor de la justicia en tanto expresión de una ley igual para todos. Si nos circunscribimos al caso de Julian Assange, al despojarlo de su dignidad, se manifiestan los argumentos para su detención: presentar la libertad de prensa e información bajo el dilema utilitarista de proteger un bien mayor. Acusado de violar secretos de Estado, poner en cuestión la seguridad nacional y comprometer la vida de personas estadunidenses, se inició su persecución.

Una vez detenido, de manera continuada y sistemática, durante cinco años, fue sometido a tortura síquica, cuyas repercusiones físicas demuestran el grado de inquina con la cual se aplicaron. Vivir en una prisión de máxima seguridad sin ver la luz del sol durante 23 de las 24 horas del día, en una celda de 2×3 metros, imposibilitando cualquier movimiento más allá de los siete pasos, ha sido el método para lograr una confesión: declararse culpable de espionaje. Sus carceleros son conscientes. Lo saben jueces, fiscales y letrados de la acusación que lo han permitido con la finalidad de terminar con la resistencia de Julian Assange.

Michael Sandel, en su ensayo Justicia ¿hacemos lo que debemos?, manifiesta el carácter utilitarista de legitimar la tortura física o síquica, si se trata de proteger la vida de muchos frente al dolor de unos pocos o de un solo individuo. Su ejemplo, remite a los argumentos esgrimidos por el ex vicepresidente Richard Cheney justificando las técnicas de interrogatorio y torturas en Guantánamo o en la prisión de Abu Ghraib, subrayando la validez de infligir dolor intenso a una persona, si con ello se evitan muertes y sufrimientos de una magnitud gigantesca a presuntos terroristas de Al Qaeda.

Si recordamos, una de las acusaciones contra Assange, fue poner en peligro la vida del personal adscrito a los servicios de inteligencia y diplomáticos estadunidenses, al publicar los documentos que les inculpaba de espionaje. El objetivo, mostrar que aplicar la tortura al detenido, era proporcional al daño causado o por causar. Una excusa, dirá Sandel, para estar “dispuestos a dejar a un lado nuestros escrúpulos relativos a la dignidad y a los derechos” bajo el principio de hacer de la moralidad una relación entre costes y beneficios.

Transcurridos 15 años desde que vieron la luz los documentos de WikiLeaks, ningún funcionario ha sido objetivo ni sufrido atentado, tal como vaticinaban el Pentágono y la Casa Blanca, desde Obama hasta Biden. Sin embargo, el argumento se ha mantenido para juzgar a Assange de espionaje. Resulta poco gratificante escuchar cómo los líderes de las democracias occidentales se han congratulado de la decisión de Assange, declarándose culpable de espionaje a cambio de su libertad. Dichos líderes olvidan que tal acuerdo ha sido fruto de estar, durante cinco años, siendo objeto de malos tratos y las torturas síquicas. Nada dicen de los escándalos aludidos en los cientos de miles de documentos que vieron la luz en la prensa internacional.

Lo único verificable en todo este affaire ha sido la forma de actuar del gobierno de Estados Unidos, cuya red oscura de poder no está sometida a ningún control a la hora de planificar sus objetivos de dominación imperial, chantajeando a los países aliados y de la OTAN. De ello mejor no hablar. Como ha sucedido, el debate se ha centrado en el mensajero, Assange, no en el contenido, y los objetivos elaborados por la CIA, la Casa Blanca y el Pentágono para dominar el mundo.

El arte de birlibirloque se consuma, responsabilizando de los abusos de poder, venta de armas, violaciones de los derechos humanos, sabotaje, espionaje a presidentes de gobierno, y jefes de Estado a quien no tiene responsabilidad alguna y cumple con alertar a la opinión pública de los peligros de un mundo oculto, fuera del alcance habitual de los medios de comunicación social. La salida encontrada para Assange nos advierte: la libertad de prensa puede ser eliminada si las noticias ponen en cuestión el orden establecido. La verdad no forma parte de la ecuación, la censura y el miedo a sufrir las consecuencias de la razón de Estado son el techo para ejercer la libertad de información. La cárcel, la tortura y la pérdida de la dignidad son las consecuencias. Assange ha sido el ejemplo, no siga ese camino. Arruinará su vida, la de su familia, no vale la pena.

Fuente: La Jornada

Por REDH-Cuba

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