Unidad es una palabra sencilla, y un concepto complejo. La usan todos, incluso los más empecinados divisionistas. Es fácil de alcanzar, en pequeña escala, cuando se refiere a un hecho concreto que representa un interés colectivo. Pero es difícil cuando atañe a pueblos enteros y a procesos demorados en el tiempo. Entre los políticos del Capital, el tintineo del dinero (por ganar o perder) y el canje de intereses, aplacan los ánimos personalistas. No significa que entre ellos no existan arraigadas creencias y contradicciones, pero predomina —en tiempos de inseguridad, cuando el sistema capitalista no puede sostener un discurso coherente— el voto pragmático. Al fin y al cabo, en el capitalismo todo es mercancía, también la política y los políticos. La izquierda revolucionaria, sin embargo, existe en virtud de un principio de base: trabaja para los otros, es decir, para los explotados, para “los pobres de la Tierra”, en frase martiana. Ello conlleva un compromiso ético.
Nadie aspira a que los revolucionarios sean “puros”, porque la pureza no existe. Por demás, no abundan los hombres y las mujeres capaces de renunciar a todo, incluso al bienestar de su propia familia. Esa constituye la vanguardia. Pero nuestra historia se enorgullece de tenerla: un Céspedes que respondió de forma ejemplar al Capitán General español, cuando este le ofrecía la vida de su hijo a cambio de su traición: “Duro se me hace pensar que un militar digno pundonoroso como V. E., pueda permitir semejante venganza, si no acato su voluntad, pero si así lo hiciere, Oscar no es mi único hijo, lo son todos los cubanos que mueran por nuestras libertades patrias”; una Mariana Grajales, que ante la noticia de la caída en combate de uno de sus hijos,
exhortó al más pequeño a tomar su lugar en la manigua. José Martí, con sus múltiples talentos, en lugar de ser el “proveedor” de una “mejor” vida para su esposa e hijo, escogió un camino de entrega que también los afectaba a ellos. Lo mismo puede decirse, saltando en el tiempo, de Ernesto Che Guevara, quien escribía en su famosa carta de despedida, cuando otras tierras del mundo reclamaban el concurso de sus esfuerzos: “Que no dejo a mis hijos y mi mujer nada material y no me apena: me alegra que así sea. Que no pido nada para ellos pues el Estado les dará lo suficiente para vivir y educarse”.
Uno de los propósitos de la contrarrevolución es destruir ese imaginario ético. En los años noventa del siglo pasado, promovió una cruzada contra el heroísmo y la epicidad. En el nuevo siglo, difunde fake news para desacreditar la conducta de los líderes de izquierda y acude al sistema judicial burgués, corrupto, para condenarlos con tecnicismos o artimañas jurídicas. Pero Andrés Oppenheimer, el vocero del imperialismo para América Latina, compara con cinismo el proceso judicial contra Trump, con el que le hicieran a Lula o a Cristina Fernández, para explicar por qué esas condenas no disminuyen, sino que aumentan la aceptación de los políticos “populistas”. La derecha necesita decir: la izquierda es igual de corrupta. Y hay líderes de “izquierda” que piensan más en sí mismos que en sus pueblos.
Sin embargo, otra condición se interpone con frecuencia en la necesaria unidad de los revolucionarios: si estos pelean por convicción, como se supone que sea, su ideal revolucionario no siempre concordará con el rumbo de los acontecimientos, ni con las ideas o percepciones de otros. Volvemos entonces a enunciar el punto cero: la primera convicción de un revolucionario es ética, no teórica, estar con los pobres de la Tierra, defender sus intereses. Esa es su brújula. Hay minuciosos conocedores de la obra de Marx y Engels, que no son revolucionarios, porque su adhesión a un proceso de cambios es estrictamente teórica. No comprenden que el marxista es, ante todo, un sujeto de transformación social.
Hay momentos y líderes en la historia cuya luz es tan fuerte, que todas las voluntades giran en torno a ella: José Martí, Lenin, Ho Chi Minh, Fidel Castro, por ejemplo. A pesar de ello, la unidad que construyeron —y a veces, tuvieron que imponer—, no surgió de manera espontánea. Hay momentos, sin embargo, en los que las voluntades se disgregan. Es cuando los medios, las becas, las
redes hoy, incluso las dificultades, logran inocular pequeñas o medianas dosis de teoremas, que contaminan el pensamiento liberador, anticolonial, en fin, revolucionario. Convierten la libertad en liberalismo, el socialismo en socialdemocracia, la apertura a lo diferente, en sumisión al pensamiento metropolitano.
Conozco a pensadores marxistas que han incorporado a su arsenal conceptual términos y conceptos del liberalismo burgués. Hablan, sin la necesaria precisión conceptual, de “libertad de prensa”, o de multipartidismo. En ocasiones, sus afirmaciones parecen no responder a plan alguno, sino al deseo de ser considerados “audaces” o “modernos”. Conozco también a quienes intentan detenerlos de forma equivocada. Empiezo a creer que se han infiltrado en las filas del pensamiento revolucionario, provocadores de derecha y de “izquierda”. Estos últimos hacen mucho daño, porque confunden al lector, y al errar en la forma, yerran en el contenido. Unos y otros, paradójicamente, atacan las instituciones revolucionarias. El debate se personaliza, y la ética imprescindible entre nosotros, desaparece. Cada vez que uno de esos provocadores ególatras “ataca” una posición no revolucionaria o francamente enemiga de manera incorrecta, paraliza el debate necesario, lo anula. Cada vez que dirige sus dardos contra una persona concreta, cuya forma de ser o de actuar no satisface su ideal, desvía la atención sobre hechos o conductas verdaderamente graves.
La unidad, ya se ha dicho, no es unanimidad. Surge del debate de ideas y del compromiso revolucionario. Tiene puntos limítrofes que no pueden soslayarse: el antiimperialismo, la independencia nacional, y el socialismo (la justicia social) que lo garantiza. “El ‘todos’ de Martí —escribía Cinto Vitier— no es meramente cuantitativo, parte de un abrazo de amor pero también de un rechazo crítico”. Ahora que desbrozamos un camino inédito en nuestras condiciones, y hay quienes intentan desviarlo hacia un pasado por cuya superación tantos cubanos cayeron, unámonos —en la palabra, la acción y el ejemplo— en el principio básico: con los humildes, por los humildes y para los humildes.
Permítanme citar, finalmente, las palabras de Raúl el primero de enero pasado en Santiago de Cuba: “mientras mayores sean las dificultades y los peligros, más exigencia, disciplina y unidad se requieren. No una unidad alcanzada a cualquier precio, sino la basada en los principios que tan certeramente definió Fidel en su reflexión del 22 de enero de 2008, y cito: ‘Unidad significa compartir el combate, los riesgos, los sacrificios, los objetivos, ideas, conceptos y estrategias, a los que se llega mediante debates y análisis. Unidad significa la lucha común contra anexionistas, vendepatrias y corruptos que no tienen nada que ver con un militante revolucionario’. Y agregó otra idea esencial: ‘Debemos evitar que, en el enorme mar de criterios tácticos, se diluyan las líneas estratégicas e imaginemos situaciones inexistentes’. (…) La unidad es nuestra principal arma estratégica; (…) ¡Cuidemos la unidad más que a la niña de nuestros ojos! No tengo duda de que así será”.
Fuente: CubaSi