El concepto de “vida salvada” no es idéntico al de “paciente de alta”. Si un enfermo sufre un infarto, para poner un ejemplo obvio, y la rápida y eficiente intervención de los médicos logra que se estabilice, se ha salvado una vida. Pero ese paciente no sale al día siguiente de alta. Por lo general, permanece en terapia durante un tiempo prudencial, en correspondencia con la evolución de sus parámetros. Por lo general, cuando un paciente sale de alta, se ha logrado algo más que su inmediata salvación: el enfermo se ha recuperado y puede regresar a su hogar, aunque siga su tratamiento en casa. Hay otro tipo de caso: el del paciente con una enfermedad terminal o crónica que ha sido curado de alguna situación grave que hacía peligrar su vida de manera inmediata, como el covid, y es devuelto a su casa, para que siga allí su rutina médica, rodeado del cariño de los suyos. Los cien pacientes dados de alta en nuestro hospital son enfermos de covid totalmente recuperados, cuyas enfermedades de base, o las llamadas oportunistas (que en la sociedad y en la biología se parecen), han podido ser estabilizadas. No todo paciente de alta es una vida salvada; no toda vida salvada es un paciente de alta.
En el mundo moderno, o posmoderno, no sé, sucede a veces que el anciano recuperado de covid no tiene a dónde regresar. Puede ser que la familia –por lo general, sus hijos–, no puedan o no quieran hacerse cargo de él. Es duro, e intuyo, aunque no tengo el derecho de juzgar a nadie, que el poco apego de una parte, y de la otra, la crisis de la economía –individual y colectiva–, que ya existía y que la pandemia ha profundizado, sean obstáculos insalvables. Dicen que tener a una enfermera en casa, mientras los familiares trabajan, puede costar hasta mil euros mensuales. Dejar de trabajar para atender al incapacitado, no es una solución. En el Hospital de covid, la atención es gratuita, así que mientras más tiempo permanezca allí, mejor para los familiares. No puedo asegurarlo, pero existe la creencia de que los italianos del sur son más apegados a la familia que los del norte, tal como, supuestamente, son los latinoamericanos. Quizás sea solo un cliché, también con respecto a nosotros.
Lo cierto es que hay por lo menos siete u ocho pacientes en el hospital que ya podrían regresar a sus hogares. Otros tantos demoraron en salir, porque había que gestionar lo que aquí llaman “una estructura”, es decir, un lugar (hogar de ancianos, centro hospitalario para casos crónicos), que los acogiera. Algunos claman porque no los “echen”. Tienen dos tampones negativos, y son tratados únicamente por sus enfermedades crónicas, ya estabilizadas. No voy a exponer sus nombres. Son seres humanos todos, hijos y padres, familiares y enfermos, necesitados, expuestos ya al rigor y los peligros de la sociedad que nos exige, a veces, comportamientos extremos.
Pero hay otros ejemplos. Ayer, mientras corríamos tras el alta número cien, y colocábamos la cinta en su honor, pocos advirtieron que un señor esperaba en la zona verde del hospital con un pastel envuelto en sus manos. Su padre cumplía 89 años. Estuvo al borde de la muerte; él sí es una vida salvada. Pero no está listo para salir, por razones médicas. Roberto, el hijo, había entrado ya una vez a la zona roja, y fue autorizado a entrar nuevamente. “Los epidemiólogos cubanos me visten con todo rigor”, dice confiado. Quiere llevárselo pronto a casa, pero mientras, habla con él por el celular, se mantiene al tanto y lo visita.