La pandemia de la covid-19, que se ha extendido a toda América Latina y el Caribe a partir de marzo de 2020, ha provocado en estos 14 meses tres impactos destructores: la mayor crisis sanitaria desde hace cinco siglos; la mayor crisis económica desde 1929; y la mayor crisis social desde 1932.
Con el agravante de que, cuando empezó la plaga, la región se encontraba aún convaleciente de los desastrosos efectos de la gran depresión provocada, hace tan sólo doce años, por la crisis financiera que estalló en Estados Unidos y en el mundo en 2008.
Un análisis del Banco Mundial sobre la evolución de Latinoamérica y el Caribe durante la pandemia del coronavirus constata el “dramático deterioro de las condiciones económicas en la región” y apunta hacia una contracción del producto interior bruto (PIB) del 7,2% en 2020, la más pronunciada en sesenta años… Por su parte, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), en su informe “América Latina y el Caribe ante la pandemia de la covid-19: efectos económicos y sociales” señala que la región se está enfrentando a la pandemia desde una posición más débil que la del resto del mundo, y resalta que los efectos de la crisis han causado una caída del PIB, en 2020, de entre el 3% y el 4% o incluso mayor.
Durante meses, la población perdió la libertad de movimiento. Y la gran mayoría de las empresas paralizaron o redujeron su actividad. Las desigualdades, la pobreza, y la pobreza-extrema aumentaron. En toda la región, marcada por más del 50% de informalidad en el trabajo, la CEPAL calcula que 22 millones de personas suplementarias cayeron en 2020 en la pobreza, lo que implica un retroceso de 15 años…
La situación es inédita. Nunca, los países de la región habían padecido una crisis de tales dimensiones. O sea, a los graves problemas endémicos estructurales se añade ahora una pandemia de hambre, pobreza y desempleo.
Es un escenario muy negativo. Las economías de América Central y del Caribe, algunas de ellas muy dependientes de la estadounidense, se están viendo afectadas en sus cinco vías de ingresos: 1) un derrumbe de las exportaciones tradicionales; 2) una caída de las exportaciones de maquila; 3) una disminución de los flujos de inversión extranjera directa (IED); 4) un estancamiento de las remesas; y 5) una casi desaparición del turismo.
La desaceleración económica ha repercutido fuertemente sobre los ingresos estatales. Los gobiernos han tenido que enfrentar, desde el punto de vista del gasto público, una política sanitaria y social excesivamente costosa (especialmente en bonos, paquetes de estímulo y ayudas financieras de emergencia a las familias y a las pequeñas y medianas empresas), y no presupuestada. En un contexto en el que, además, la necesidad de desplegar medidas extraordinarias y prolongadas de salud y de vacunación ha exigido justamente una ampliación de la intervención del Estado.
En este marco, las presiones se están haciendo sentir en toda la región sobre el gasto corriente y la necesidad de limitar las consecuencias socioeconómicas de la pandemia compensando, con inversión pública, la caída de la inversión privada. Todo ello está impulsando a los gobiernos a buscar nuevos recursos. Esencialmente de dos maneras: 1) por la vía fiscal (con aumento de tasas, impuestos y del IRPF); 2) por la vía de un mayor endeudamiento.
Lo más lógico sería acudir a la primera solución: aumentar los impuestos. Tanto más cuanto que la recaudación fiscal por el pago de impuestos sigue siendo muy baja en la región. Esa recaudación apenas llega a una media del 23,1% del PIB, mientras que en los países de la OCDE el promedio sube a 34,4%. Algunos Estados como Guatemala, Panamá y República Dominicana recaudan menos del 15%. Y cuando se analizan los tributos por separado, resulta que la recaudación del impuesto sobre la renta de los individuos es mucho más baja: 2,2% del PIB en la región, contra 8,3% en la OCDE.
A escala internacional, como consecuencia de la pandemia, 21 países –entre ellos los Estados Unidos de Joseph Biden–, están preparando reformas tributarias completas o ajustes parciales a sus impuestos. En algunos países de América Latina como Argentina, Chile, México y Uruguay se están dando importantes debates sobre la necesidad de un incremento de los impuestos.
Pero todos los países no pueden hacerlo. Por lo menos ahora en plena crisis pandémica. A este respecto, conviene alertar sobre lo siguiente: los tres gobiernos de la región que decidieron, en el contexto del estrés social provocado por la pandemia, votar reformas fiscales para reducir gasto o aumentar ingresos –Costa Rica, en octubre de 2020; Guatemala, en noviembre de 2020; Colombia, en abril de 2021– han tenido que afrontar fuertes protestas sociales… En los tres casos, han tenido que dar marcha atrás…
No era difícil prever que los programas de asistencia social implementados durante los periodos de confinamiento, y financiados por el presupuesto público, llevarían a un déficit fiscal y, en consecuencia, a una reducción del gasto en el futuro para subsanar las finanzas públicas. Y a un deseo de aumentar los impuestos. Y que eso produciría, inevitablemente, un gran malestar social, un descontento multiforme e incluso, en algunos casos citados –Costa Rica, Guatemala, Colombia–, violentas rebeliones populares.
Queda la opción de la deuda. Que no es menos impopular. Recuérdese, por ejemplo, la reciente revuelta social de agosto 2019 contra Lenín Moreno en Ecuador por el paquete de ajustes exigidos por el Fondo Monetario Internacional (FMI) a cambio de un préstamo. O la derrota de Mauricio Macri en Argentina en octubre de 2019, en parte también por haber pedido un importante préstamo al detestado FMI. La solución no puede venir de una negociación en solitario con las instituciones financieras prestamistas. Ya que todos los países de la región están teniendo los mismos problemas. Todos deben exigir juntos negociar las mejores condiciones posibles de una ayuda internacional excepcional, como excepcional es la propia pandemia.
Aunque nada es comparable, la pandemia –con sus decenas de millones de contagiados y sus millones de muertos– sólo tiene un precedente reciente que haya impactado tanto a la Humanidad: la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Y después de aquel gran traumatismo, se tomaron decisiones internacionales fundamentales que cambiaron la arquitectura del mundo: creación de la ONU, lanzamiento del Plan Marshall. Este es un momento semejante.
Los países de la región deberían, sin tardar, convocar una inédita Cumbre Internacional Post-covid que reúna a las principales instituciones financieras mundiales y a los jefes de Estado y de Gobierno de América Central y del Caribe para definir las bases del lanzamiento de un Plan Caramec en favor de todos los países del Caribe y América Central.
Aunque escasas, las fuentes regionales de financiamiento externo existen: el FMI y la banca multilateral y regional, como el Banco Centroamericano de Integración Económica (BCIE), el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), el Banco de Desarrollo de China (BDC), el Banco Europeo para la Reconstrucción y el Desarrollo (BERD), son algunas de las alternativas. Estos organismos financieros tienen vocación a ayudar al desarrollo, y disponen de líneas de crédito que, aunque limitadas, podrían contribuir a enfrentar mejor el vendaval post-pandémico. Siempre que se obtengan tipos de interés reducidos y largos plazos de amortización; y que haya una gestión rápida y eficaz, y se apliquen programas consistentes.
Los préstamos podrían resultar eficaces si se acompañaran, en el seno de cada país beneficiario, con algunos proyectos a medio plazo de reformas tributarias que refuercen el efecto de cohesión social y ayuden a reducir las desigualdades que son insostenibles.
En la mayoría de los países de la región hay que repartir el pastel de manera más equitativa. Para que el peso de la recaudación no recaiga siempre sobre el consumo de las familias, el trabajo, la clase media y los trabajadores. Es el momento de romper los tabúes del pasado y plantear que quienes han sido más protegidos, ahora deben contribuir más. Los sectores más poderosos deben aportar más. No desde la solidaridad o la filantropía, sino desde la responsabilidad tributaria.
Otro paso importante podría ser modernizar las Constituciones. Como se ha hecho ya en algunos países (Venezuela, Bolivia, Ecuador) y como se va a hacer en Chile, y como se está reclamando en Perú. Con un proyecto de renovación de un Estado eficiente y transparente. Los ciudadanos no van a querer pagar más impuestos si sienten que luego se despilfarran en ineficiencia y corrupción.
Creemos que la solución debe trascender la esfera nacional para alcanzar un nivel regional que le permita a la región utilizar su capacidad institucional de convocatoria lograda mediante el proceso de integración centroamericano y caribeño. El arte de los líderes actuales, y de aquellos que asumirán en los meses venideros, consiste en lograr políticas que permitan enfrentar de manera unificada los efectos de la brutal crisis provocada por la pandemia de la covid-19. Es la urgencia más absoluta.
Recordemos que la Gran Depresión de 1929 impactó también severamente en la región. Sus consecuencias llegaron unos años más tarde durante los años 1930, abriendo un largo paréntesis de estancamiento económico, de represión social junto con una grave crisis de la democracia marcada por un reforzamiento del autoritarismo militar y la instauración de múltiples dictaduras…
Hay urgencia. Porque si no se expresan mediante protestas, rebeliones y barricadas, los ciudadanos manifestarán su descontento –como ya lo están haciendo– en las urnas. Y hay que tener en cuenta que todos los países de América Latina, excepto Bolivia, van a celebrar elecciones presidenciales o legislativas entre 2021 y 2024.
Solo este año 2021, hay cinco comicios presidenciales: Ecuador, que ya las tuvo; Perú que en junio tendrá la segunda vuelta. En noviembre hay tres más: Nicaragua, Honduras y Chile. Está Haití, cuya fecha no se ha definido. Luego hay dos elecciones legislativas de medio periodo: México, en junio, y Argentina, en octubre, que serán una especie de termómetro para la gestión de los presidentes Andrés Manuel López Obrador y Alberto Fernández, respectivamente. A esto se suman procesos regionales en Venezuela y Paraguay. Sólo en 2021 habrá 23 elecciones…
En 2022, Brasil, Colombia y Costa Rica estarán eligiendo presidente; entre 2021 y 2022, las seis economías latinoamericanas más importantes tendrán elecciones. Ya en 2023, irán a las urnas, también para elegir presidente, en Argentina, Paraguay y Guatemala; y en 2024, El Salvador, Panamá, República Dominicana, Uruguay, Venezuela y México tienen comicios presidenciales. Una agenda electoral intensa que coincide con las peores consecuencias económicas y sociales de la pandemia. En un contexto sociopolítico extremadamente perturbado e inflamable.
En un momento en que el mundo está desilusionado con la democracia, y las sociedades traumatizadas por la pandemia, existe el peligro de que la ciudadanía castigue a los gobiernos de turno buscando a un salvador, a un líder-redentor que irrumpa en la escena con propuestas fáciles para problemas muy complejos, típico de los discursos demagógicos. Ningún país en América Central y en el Caribe está vacunado contra el virus de la demagogia. Es el momento de actuar.
Fuente: Le Monde Diplomatique