Instalados como catalizadores emocionales y palestras “didácticas”, las escuelas y estilos de narración futbolera nada tienen de ingenuidad y nada de improvisación. Detrás de los modelos de relatos y de los comentarios, inoculados de manera inconsulta por los monopolios mediáticos a los telespectadores o a los radioescuchas, está el aparato ideológico hegemónico contándonos la historia (su historia) con sus medios, sus modos y sus relaciones de producción de sentido. Nadie los elige, pero todos los soportan, porque (casi) no hay escapatoria. Es un problema continental.

Reina el individualismo, el productivismo, el patrioterismo, el sectarismo y el mercantilismo. La mediocridad se vuelve “mito” con héroes, asalariados como esclavos, que se venden y se compran en un mercado empresarial farandulizado e impune. Las masas son decorativas, corifeos y comparsas del negocio y del relato que las usa como razón y lavadero de todo el cuento. La estructura de ese relato tiene zonas de éxtasis prefabricado para que el relator grite una catarsis de mercado cronometrada por el show bussines, aunque recientemente interrumpida por el VAR. Todavía no encuentran cómo superar ese “anticlímax” legaloide.

Quienes relatan asumen una pleitesía irrevocable con los vicios léxicos viejos de un deporte-espectáculo que no sólo ha fungido como reservorio conservador, sino que es refugio de silencios y escapatorias ante las realidades más hirientes. En las escuelas de relato futbolero se omite toda referencia a la política, a la verdadera, a la que se escribe y pronuncia con mayúsculas, a esa que se nota tatuada en la educación de las masas espectadoras, en vivo o a distancia, en esa que se nota en la civilidad entre los jugadores, en su ética y en la calidad de sus diálogos. A la solidaridad entre asalariados. No hay relator que aluda a la calidad paupérrima con que los jugadores o jugadoras logran hilvanar una frase cuando explican el resultado de un juego. Nadie alude a la crisis educativa y cultural que se trasmina en los léxicos y los gestos, en los uniformes y en los ademanes… en la historia de explotación a que se somete a la inmensa mayoría de los jugadores antes de ser vendidos en el mercado de las patadas. Nadie denuncia el show de escupitajos transmitidos. A todo color y en cadena nacional y trasnacional… y las piscinas de mocos en que se convierten los campos de juego. Nada de esto pesa en la narrativa ética de las escuelas de narración futbolera. Las miserias no se aluden.

Todo se reduce a lo circunstancial y la coyuntura, a sacarle brillo lenguaraz al momento “lúcido” o a un error “catastrófico”. Al brillo individual y al mercado de las transferencias. Es un gritadero infernal intoxicado con exageraciones sin freno. Todo es hiperbólico y estruendoso. Inyectan emociones inútiles en movimientos intrascendentes, describen como dramas helénicos los revolcones histriónicos de aquellos jugadores que aprendieron a dramatizarlo todo por alguna razón televisiva o de manipulación de tiempos. Poco importa porque la mediocridad de muchos partidos está envuelta con oropeles de saliva que encontrará el modo de hacer pasar por “intenso” el aburrimiento de las canchas y de las plateas. Se trata de un negocio de disfraces ideológicos que se arma con adjetivos, verbos y sustantivos inflamados de nadería para una forma del entretenimiento especializado, mayormente, en falsificar la realidad. Con algunas muy honrosas, y escasas, excepciones.

Aunque los relatores toman clases y se untan con ciertos barnices académicos, su escuela principal es la imitación, la suplantación y el plagio, consecuentados por los jefes que tienen el veredicto final del mal gusto y del negocio. El exitismo del rating manda. No se niega aquí la originalidad y riqueza narrativa que algunos tuvieron –y tienen– para “explicar” con palabras lo que ocurre en las canchas. Es un oficio basado en las reiteraciones y en las obviedades que terminan siendo absurdas por más acostumbrados que estemos. El relator o cronista (hay nombres para todo) pocos rubores muestra por sus incapacidades léxicas. Algunos no logran siquiera conjugar correctamente los verbos especialmente ese con el que más contacto tienen que es el verbo errar. No tienen rubor por su limitada cultura general y desde luego ningún pudor por la realidad escandalosa del contexto, del subtexto y el pretexto de cada encuentro futbolero.

Predominan las premisas del funcionalismo y el estructuralismo en los relatos futboleros, aunque muchos de sus usuarios lo ignoran consuetudinariamente. Algunas de las mafias monopólicas más trasnacionalizadas, como ESPN, ahora propiedad de Disney, también tiene protocolos narrativos estereotipados que se hacen carne en las frecuentemente pésimas entonaciones y estilos de cada relator que tienen asalariado y al que han convencido (pese a las evidencias contrarias) de ser “interesante” o “atractivo” para los públicos. En la fuerza aplastante de la costumbre, la plantilla de relatores futboleros, infiltrados en la patria grande, forma una nómina de atrasos y contrasentidos educativos, comunicacionales y culturales, realmente preocupante. Inaceptables. ¿Quién interviene?

Aunque algunos estados se preocupen por educar a los pueblos con valores comunitarios y sentido de la cooperación, entre iguales y con justicia; aunque las burocracias educativas se desgañiten (si lo hacen) educando por el respeto, la solidaridad, la dignificación y la fraternidad entre compañeros; aunque prime la búsqueda de los valores sociales como causa mejor y última del esfuerzo colectivo, por encima de los valores mercantiles y para que el dinero no esté por encima de los seres humanos… si eso ocurriera en un país o en una comarca cualquiera, sepan que en un partido de futbol, de los más comunes y corrientes, con sus relatos infestados de mercantilismo, individualismo, oportunismo y ventajismo patriotero y sectario, se echa por tierra a los mejores programas educativos. En 90 minutos, más lo que el árbitro añada.

Fuente: La Jornada

Por REDH-Cuba

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