Fidel, la Revolución Cubana y el antiimperialismo. Por Atilio A. Boron

Sería imprudente, a más de improductivo políticamente, aventurar una fecha en la cual se produjo el nacimiento del antiimperialismo en Latinoamérica y el Caribe. Las rebeliones en contra del dominio colonial español y portugués -y en parte también inglés y francés en el mundo caribeño-  alentaron desde el terreno de la práctica la reflexión en torno al precursor o, como creo que diría Marx, “la forma antediluviana” del imperialismo: el colonialismo.

La magnífica obra de Roberto Fernández Retamar Pensamiento de Nuestra América. Autorreflexiones y propuestas documenta las múltiples facetas de este secular florecimiento del pensamiento anticolonial y libertario en Latinoamérica y el Caribe.[1] La inesperada y por eso extraordinaria irrupción de la isla de Saint Domingue en la “historia universal” cuando un pueblo esclavo, hijo del infame tráfico negrero,  y sometido al dominio colonial francés se rebela y, también un 1º de enero (pero de 1804),  derrota a  sus opresores estimuló la imaginación y el fervor anticolonialista de todo un continente. Pese a la lentitud de la comunicaciones la hazaña haitiana, agigantada  cuando se supo de la humillación que aquellos inesperados “Jacobinos negros” ( tal como  C. L. R. James los caracterizara  en su clásica obra) que estaban “fuera de la historia” concebida con categorías eurocéntricas infligieron nada menos que al poderoso ejército de Napoleón. Para aplastar la sedición en curso desde comienzos del siglo diecinueve (liderada por el ex esclavo Toussaint Louverture) Napoleón despachó a la isla una flota con más de treinta mil  efectivos. Confiaba en que las tropas de la Grande Armée, que habían apabullado a los ejércitos de Austria, Rusia, Prusia y otras potencias europeas,  ahogarían en sangre a los antiguos esclavos que, embriagados por el ansia de libertad que flotaba en el aire se tomaron al pie de la letra la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano emitida por la Revolución Francesa. Pronto cayeron en la cuenta que ésta no los incluía en la categoría de “hombres” y que aquellos derechos no habían sido pensado para ellos sino para los europeos y sus vástagos del otro lado del Atlántico, no para los esclavos ni para los pueblos originarios. Pero igual dieron la pelea y la infligieron una derrota humillante a la armada imperial.

Testigo atento de esta hazaña, Simón Bolívar acompañó su formidable campaña militar con una profusa cantidad de escritos de diverso tipo en donde planteó con sorprendente clarividencia, la necesidad de una estrategia continental para derrotar a las potencias colonialistas de la época. Sus diagnósticos y propuestas constituyen un riquísimo acervo, imprescindible como fuente de inspiración para las luchas antiimperialistas de nuestro tiempo. A riesgo de apresurarme no puedo dejar de decir que sin cargar en nuestra mochila las obras de Bolívar,  Martí, y la plétora de grandes pensadores anticolonialistas del siglo diecinueve la lucha antiimperialista de nuestros días difícilmente pueda encontrar el rumbo correcto.

Es cierto que a finales del siglo diecinueve Marx y Engels y, a comienzos del siglo veinte, Lenin, Rosa, Bujarin y Hilferding ya habían interpretado los cambios que se estaban operando en el seno de las economías capitalistas. Pero sería la guerra de liberación que Cuba victoriosamente libraría contra España y que los historiadores colonizados pasarían a llamar “Guerra hispano-estadounidense” la que desde sus albores marcaría el nacimiento de un vigoroso sentimiento antiimperialista, en correspondencia con los primeros pasos de la expansión imperial de Estados Unidos. Sabemos que la victoria del ejército Mambí sobre la Corona española fue robada por Estados Unidos, dando muestras una vez más de su incurable rapacidad. Por eso no sorprende que haya sido nada menos que José Martí quien expresara, con inigualable contundencia, la importancia de la lucha antiimperialista como condición necesaria de cualquier proyecto emancipatorio de Nuestra América. Fue el Apóstol, el dueño de un conocimiento práctico del imperialismo que otros, llámense Marx, Engels, Rosa, Lenin sólo llegaron a conocer teóricamente desde afuera y desde lejos. Martí, en cambio, vivió como él mismo dijo “en las entrañas del monstruo” y supo desentrañar no sólo la naturaleza económica del imperialismo, de la “Roma Americana”, sino también sus dimensiones políticas y culturales. Por eso sus enseñanzas sobre el imperio, sus proyectos, sus estratagemas conservan una frescura tal que pareciera que sus escritos los hubiera terminado apenas ayer. Y tenía razón Fidel cuando dijo que el Apóstol había sido el autor intelectual del Asalto al Moncada y, por extensión,  el inspirador fundamental e imprescindible de la Revolución Cubana.

No por causa del azar los textos políticos de Martí han sido escamoteados ante la vista del gran público durante mucho tiempo.  Nuestra América se publicó por primera vez el 1º de enero de 1891 en Nueva York y el 30 de ese mes en un periódico mexicano: El Partido Liberal.  Que yo sepa casi no circula por el resto de Latinoamérica, con la mencionada excepción de México. No es un dato menor que nada menos que José Carlos Mariátegui apenas publicara un artículo sobre Martí en Amauta, la revista que dirigió durante cuatro años. Esto pese a la notable afinidad de pensamiento entre ambos autores y al paralelismo entre sus cortas vidas. En Argentina el diario La Nación publicaba regularmente los despachos del cubano desde Estados Unidos, pero nunca los compiló y publicó como libro. Mejor suerte tuvo en esos años Martí en Estados Unidos, donde un apasionado lector de su obra, Mark Twain, quien poco después de consumada la captura de Cuba en 1898 fundaría en Boston la Liga Antiimperialista de los Estados Unidos y que durante más de veinte años sería un baluarte en el combate ideológico contra el naciente imperio americano abrevando regularmente en el manantial martiano. Volviendo a nuestros países sólo   con el triunfo de la Revolución Cubana comienza a difundirse la obra de Martí por Latinoamérica y el Caribe y a instalarse en el imaginario popular la idea de que el imperialismo es un enemigo irreconciliable e implacable de nuestros pueblos.

Podría decirse que con la caída en combate  de Martí, en 1895, la principal expresión del pensamiento antiimperialista latinoamericano entra en un cono de sombras. Hubo empero algunos pocos pensadores nuestroamericanos que levantaron, a su modo y a contracorriente, las banderas martianas. Pensemos en Manuel Ugarte,  quien acuñaría el  término “la Patria Grande” y que con su gira internacional por Centro y Sudamérica (1912-1912)  atizaría fuertemente las llamas del antiimperialismo entre los jóvenes de la región. O en Deodoro Roca y los líderes del movimiento de la Reforma Universitaria de Córdoba 1918 (“¡reforma, laicismo, atrás imperialismo!” era uno de sus cantos de guerra en las refriegas callejeras de la época); el “arielismo” del uruguayo  José Enrique Rodó; José Vasconcelos y su “Raza Cósmica”, coetánea de “El Antiimperialismo y el APRA” de Víctor Raúl Haya, antes de que éste experimentara su ignominiosa capitulación teórica y política. No podemos olvidar al gran José Carlos Mariátegui en este breve recuento o al antiimperialista norteamericano Waldo Frank, tan admirado por el amauta.  Pero tomando en cuenta estos antecedentes el salto más significativo se produjo como consecuencia de un hecho práctico más que como producto de una creación intelectual: fue  el triunfo de la Revolución Cubana, y la verificación  concreta, de lo que nuestros pueblos podían esperar de Washington si quisieran que sus sueños de autodeterminación y liberación nacional, justicia social y genuina democracia fuesen llevados a la práctica lo que avivó las llamas del antiimperialismo en toda la región. Triunfante la Revolución, Fidel comienza a desplegar una didáctica de masas que fue creciendo al ritmo de las agresiones imperialistas en contra de la Isla rebelde y todos los gobiernos reformistas o de izquierda que iban asomando en la región.  Con su inigualable claridad argumentativa, sus formidables dotes de orador, su excepcional inteligencia y su privilegiada memoria (capaz de abrumar a cualquier contendor con un torrente de datos e informaciones concretas ante las cuales éste quedaba completamente desarmado) Fidel instaló definitivamente el tema del imperialismo en el debate público latinoamericano.

No fue un proceso sencillo porque aún en sectores de la izquierda, y en plena Guerra Fría, apelar a esa categoría: “antiimperialismo”, aparecía como un endoso sin calificaciones de la experiencia soviética, meticulosamente satanizada como estalinismo. Pero las continuas intervenciones militares (o de otro tipo) de los Estados Unidos en la región; su auspicio a numerosos golpes de estado y matanzas populares, la invasión de Playa Girón y al año siguiente la Crisis de los Misiles, el descarado apoyo al golpe brasileño en 1964 y la  invasión a la República Dominicana en1965 unida a la repulsa mundial provocada por la agresión a Vietnam crearon el clima ideológico para que la prédica de Fidel, y luego del Che, terminaran por instalar definitivamente la problemática del imperialismo, y la necesidad del antiimperialismo, en la región. No fue algo que ocurrió de la noche a la mañana, porque los mecanismos de defensa ideológicos de las sociedades capitalistas reaccionan temprana y contundentemente ante la irrupción de cualquier discurso o simple consigna que cuestione el orden social existente. Pero el vil asesinato del Che en Bolivia y el golpe en contra de Salvador Allende en Chile barrieron con las últimas defensas que el pensamiento oficial había erigido y el “antiimperialismo” se convirtió en un componente insoslayable de cualquier discurso mínimamente crítico sobre las injustas y dependientes sociedades latinoamericanas. Queda, por supuesto, un segmento de la sociedad completamente ganado por la propaganda del imperio, irreductible e impermeable a cualquier interpelación antiimperialista y masa de maniobra de cualquier proyecto conservador o fascista que aparezca en la región. Pero el cambio en el discurso político latinocaribeño ha sido notable, y en buena medida se lo debemos a Fidel y la Revolución Cubana, ese faro cuyas luces nunca se apagan y que en medio de las más terribles borrascas sigue iluminando la senda por donde habrá de transcurrir la liberación de nuestros pueblos.

Cito, para finalizar, unas  breves palabras del Comandante cargadas de potencia educativa cuando, el 1º de enero de 1961,  dijo textualmente:  “La Revolución cubana tenía que chocar, necesariamente, con el imperio poderoso. ¿Hay algún ingenuo en este mundo que se crea que se podía hacer una reforma agraria, privar de la tierra a las grandes compañías imperialistas sin chocar con el imperialismo? ¿Había algún ingenuo en este mundo que creyera que se podían nacionalizar los servicios públicos sin chocar con el imperialismo? ¿Había algún ingenuo que creyera que se podía aspirar a tener una economía independiente y una vida política independiente sin chocar con el imperialismo?” Palabras más sabias y me atrevería a decir más oportunas hoy que ayer si se comprueban los innumerables obstáculos, presiones y chantajes de todo tipo ejercidos por Washington y que hoy abruman y condicionan los muy moderados procesos progresistas latinoamericanos. El “choque” con el imperialismo, para seguir con la metáfora de Fidel, ya no opera como antes sino que recurre e nuevos dispositivos: el terrorismo mediático, el lawfare, las condicionalidades del FMI, la satanización de los liderazgos progresistas o de izquierda, la proscripción política y los golpes de mercado.  Pero el conflicto persiste y es insoluble. Por eso sin un antiimperialismo militante y sin la unidad preconizada desde los tiempos de Bolívar y Martí no habrá proceso de liberación que triunfe en nuestras tierras.

[1] (Buenos Aires: CLACSO, 2006)

 

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