Nunca pensé viajar al Perú. Conocí en Nottingham a un investigador de marcas país nacido en estas tierras y escuché mil veces a Frank Delgado celebrar su gastronomía criolla, más allá del seviche; pero no lograba asociar aquellas señales con el deseo y la posibilidad que hoy se me presenta, gracias a que la sociedad civil de mi país que me convidó a participar en la VIII Cumbre de las Américas. Yo, que siempre soñé con hacer una revista, leí y leo a Mariátegui como el gran pensador de Latinoamérica que es, supe de Chabuca Granda por Ignacio Villa (Bola de nieve) y vi siempre a César Vallejo como ese gran renovador del idioma que quisiéramos haber tenido en cualquiera de nuestros países; si bien sabía perfectamente la nacionalidad de los tres, como podrá suponerse. Son percepciones injustas, construcciones artificiales a las que debí oponerme; equivalentes, por ejemplo, al supuesto carácter introvertido del ser andino y a la obligatoriedad rítmica de los caribeños. Pero lo cierto es que no contradije la tendencia predominante de un Perú sin peruanidad, de unas Líneas de Nazca de signo hereditario y misterioso, hechas a la medida colonial que asigna perfiles subalternos a nuestros pueblos del Sur.


Anuncios alternativos adheridos a las aceras de Lima, Perú. Foto y composición digital: La Jiribilla

¿Cómo entender entonces que esta ciudad de gente “introvertida” me reciba con el más caribeño bullicio, hecho de pregones y bocinas de autos que anuncian su disponibilidad a todo lo largo y ancho de la avenida y que son frecuentemente operados por dos personas: el chofer y un conductor? Vengo de un país donde se comparte todo, incluido el taxi. Allí los propietarios privados conciben su acumulación mediante un esquema igualitario que depende de muchos pequeños aportes, del tributo que cada cual ofrece por un viaje necesario, urgente; clientes no habituales que, al menos ese día, no pueden permitirse el “lujo” de esperar por el transporte público, masivo y subsidiado. Hasta en eso somos socialistas, ahora que lo pienso, y ello explica mi asombro ante ese segundo hombre, práctica que en La Habana solo vemos en la alta noche, cuando desaparece el orden habitual y reclaman servicio solo quienes pueden pagarlo en exclusiva, en extraña mezcla de necesidad y denotación de estatus. Allí aparece el extraño, reguetón mediante, reclamando cifras que multiplican el tributo diurno y evocan el mismo sálvese quien pueda que percibo en Lima, donde hay más vehículos disponibles que pasajeros en condiciones y disposición de tomarlos. Cuentan los lugareños que, tal como ocurre en La Habana, hay aquí mucho jornalero doble e ilegal que busca ganar bien y terminar temprano, delegando en el copiloto la dura misión de aventajar al porteador profesional, que opera con dinámicas y modales más nobles para la ciudad y el cliente.  Por eso la gente común, de aquí y de allá, prefiere el auto sin ayudante, la experiencia compartida, la humanización que entraña el “todos para uno” de un piloto solitario, convencional.


Taxis en una calle de Lima, un miércoles cualquiera. Foto: La Jiribilla

Pero se trata de una Cumbre y de la imagen de un país que habrá de proyectarse a través de ella. Y como de representaciones se trata, prefiero hablar de otras singularidades, de un pueblo amable sin llegar al servilismo, de un ser menudo, humilde en sus maneras, ajeno al desborde y la especulación de cualquier orden. Tal como ocurre con casi todas nuestras capitales del Sur, Lima es un emporio de publicidad comercial, pero con una pequeña diferencia: mientras los grandes propietarios ocupan las vallas enormes, ubicuas, instaladas en impensables puntos del paisaje urbano, los emprendedores pobres pegan diminutos carteles directamente sobre las aceras, práctica que no había visto en país alguno. Así las cosas, el conductor o paseante de un vehículo establece comunicación directa con las vallas del capital transnacional, en tanto el transeúnte, ensimismado en su cotidianeidad y aterrado por una violencia que la pobreza construye y la televisión amplifica, va encontrando solución a sus requiebros en ese mar de pequeñas etiquetas por sobre las cuales camina. ¿Habrase visto manera más bizarra de establecer comunicación con el otro, de aprovechar incluso su ensimismamiento en bien de un fin comercial? En tiempos de segmentación de audiencias y alternativas de sobrevida, hay que contar con esta innovación peruana que considera, además, una legislación que, al parecer, solo sanciona por pegar carteles en paredes o postes del alumbrado público, nunca en el suelo.

Así (y de muchas otras maneras que aun ignoro) es Lima, o más bien la zona de Lima que hasta hoy pude conocer, llena de tiendas de efectos electrónicos, mercados abarrotados, pegatinas, carteles y anuncios de pisco sour, bebida y orgullo nacional.

Fuente: La Jiribilla