Las primeras colecciones que vi estaban en el aula principal de la escuela, se trataba de exponentes de las ciencias naturales. Las aves se conservaban en un armario de caoba y puertas de cristal, cuyas llaves habían desaparecido años atrás, de ahí que, cubiertas por la pátina del tiempo, apenas si atraían nuestra curiosidad, a pesar de haber allí un nido de tomeguines del pinar, ingenioso y perfecto.
A este rincón de nuestra casa de estudios se le daba el nombre de Museo, y fue el primero del que tuve noticias.
Fue un 28 de enero cuando visitamos los primeros museos verdaderos: la Fragua Martiana y la Casa Natal de José Martí.
Las distancias y aun el tiempo, cuando uno es pequeño, resultan indefinidamente mayores, y lo que hoy nos parece próximo, en aquellos días resultaba distante; por eso nuestra marcha, andando la ciudad –cada cual con la pequeña rosa blanca de papel en la mano–, convertíase en una animada excursión, a la sombra protectora de los portales, atravesando las calles y avenidas adoquinadas por las cuales aún se deslizaban sobre rieles de acero los tranvías, con el característico chisporroteo de sus troles.
Finalmente estábamos ante las piedras de las canteras de San Lázaro, leyendo las tarjas de piedras con los pensamientos del Apóstol, cruzando los pasadizos excavados en la peña viva hasta llegar al busto en que hallábase representado el Maestro, de forma serena y reflexiva.
Pero lo más interesante estaba en la casa adjunta, donde alguien con voz dulce y pausada nos explicó, en primer lugar, lo que quería decir la palabra fragua. Luego la vida de Martí niño, adolescente, cautivo y doliente en los trabajos forzados, en el lejano exilio y en los días de guerra y revolución.
En las urnas del Museo había muchas y muy pequeñas cosas que sin embargo recordamos después, cuando ansiosamente leímos las páginas de Manuel Isidro Méndez, de Hortensia Pichardo, de Emilio Roig, o de Gonzalo de Quesada, precisamente el señor que vestido de blanco nos había guiado, despertando en la delicada sensibilidad de los pequeños el temprano amor a la vida y a la obra del Apóstol.
Años después, llevando del brazo al anciano de carácter ríspido y prodigiosa memoria, le recordé que entre la multitud de niños de las escuelas de La Habana a los cuales él enseñó ese rincón tan significativo y trascendente de la Patria, me había encontrado cuando apenas levantaba unas pocas cuartas del suelo.
La segunda impresión, aún más fuerte, fue la casita de la antigua calle de Paula, sobre cuya fachada estaba la estrella solitaria señalando una fecha, el 28 de enero de 1853.
Cómo olvidar aquellas fotografías que el tiempo había amarillado, las maquetas de las tabaquerías de Tampa que en el momento de la explicación se iluminaban, dejando ver, tras las diminutas ventanas de sus aposentos, las mesas y aun los instrumentos de labor de los obreros.
Ascender a los aposentos superiores nos asombraba por su sencillez, de tal forma que resultaba para todos sorprendente que Martí hubiese venido al mundo en una habitación aún más pequeña que las de nuestros propios hogares, y queriéndonos llevar instintivamente nuestra impresión para siempre, poníamos furtivamente las manos sobre los escasos muebles, para deletrear luego un pensamiento colocado sobre el dintel de una ventana: «…Los niños son los que saben querer, […] los niños son la esperanza del mundo».
(Crónica tomada del libro Fiñes)