El punto de definición irrebatible de esta época es el futuro del chavismo dentro de la nación venezolana. El símbolo de Orlando Figuera, en quien en cuerpo y alma aplicaron la ideología de la «Mejor Venezuela» de Leopoldo López, con toda la arrogancia de quien lleva a Harvard como alma mater, resuena para ser el recordatorio en tiempo presente de lo que implica la guerra.

«Todas las opciones están sobre la mesa», como parte de su discurso público, mientras el país es ahorcado por las sanciones.

Un proceso de «palestinización», siguiendo las coordenadas de Alfredo Jalife Rahme sobre la destrucción planificada de una potencia intermedia como México, haciendo un símil con el estado de excepción impuesto por Israel contra Palestina.

Proceso que parece reeditarse contra el chavismo en tanto la orientación ideológica del golpe contra el país busca su desparición del mapa político, electoral y espiritual. Desde el momento en que Chávez sobrevivió al golpe de Estado de 2002 fue abierta la puerta para que una idea de exterminio tomara forma en el lenguaje y en la práctica política.

2019 es un recordatorio del tiempo presente de lo mal que salió todo cuando Washington metió sus manos por primera vez.

La tentación de explicar la crisis de Venezuela por su pasado inmediato, por una crisis de gestión, por el dinero que se robaron unos y no otros, siempre conlleva al extravío. A la fatiga. Nunca habíamos estado tan seguros de lo que pasa, de las soluciones para salir de una vez de esta situación, y a su vez tan inseguros del día siguiente o de qué será de nuestras vidas. Ahí todos nos miramos las caras sin posibilidad de mentirnos.

Nuestra realidad, tan rica como compleja, ha hecho inclasificable algunos de los fenómenos que enfrentamos.

En parte, el parroquialismo intelectual y los contratiempos de nuestra truncada historia de las ideas, dado el precario nivel de articulación de Venezuela con el sistema-mundo, nos dejó una mirada parcial que muy probablemente induce al olvido de un aspecto central: cómo la historia venezolana, su cuerpo de ideas y prácticas sociales, narra los impactos perversos de la revolución industrial y del imperialismo.

«Imperialismo» en términos de cómo lo reconstruye el investigador Alex De Waalpara Boston Review: el imperialismo (cultural-gringo) luego del Imperio (europeo).

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La cuestión venezolana, hoy punto de ebullición geopolítica enmarcada en un gran reordenamiento mundial para definir quién será el nuevo monarca de las relaciones internacionales, es a su vez un reflejo de las tensiones actuales del mundo y de cómo la ingeniería socioeconómica de Occidente salió terriblemente mal. Y a escala global.

El fracaso está dado por una fallida comprensión del mundo. En el siglo XIX, dice Karl Polanyi, se pensó «la tierra, el trabajo y el dinero como bienes reales, en lugar de productos ficticios gobernados por valores humanos. Contra la lógica del mercado, no pueden valorarse de acuerdo con la oferta y la demanda, y cualquier intento de hacerlo en última instancia haría que la sociedad humana sea incoherente: un desierto».

Ese es el paradigma que se globalizaría y se experimentaría sobre sociedades diversas, marcadas por un desarrollo desigual de costumbres, tradiciones y jerarquías destruidas al paso del capitalismo contemporáneo.

Así, la sociedad moderna, nacida en forma de contrato, hoy atestigua signos de colapso por una contradicción lógica de su propio planteamiento ético: una sociedad comercial basada en el narcicismo y la vanidad como único motivo de existencia, choca con un orden asimétrico capitalista que produce una tendencia al resentimiento generalizado.

La inserción del paradigma de la sociedad moderna, específicamente en Venezuela, introdujo nuevas variables de caos en un país marcado por la disgregación territorial y política del siglo XIX.

El colonialismo petrolero replanteaba nuestra vida social bajo principios insostenibles: vivir únicamente de la renta, abandonando la producción e importándolo todo, haría del Estado y de una sociedad artificialmente boyante un proyecto inestable, construido sobre la arena movediza del mercado internacional de materias primas.

El efecto de esto en las relaciones sociales y de producción de la sociedad venezolana es brutal. El sobresalto de una población disgregada que se incorporó a la modernidad, únicamente por el flujo y gasto de dinero, ha dejado como resultado que no tengamos reglas y una escala de valores lo suficientemente clara.

Es en la cotidianidad donde podemos hacer este balance: el engaño como relación social, generalizada a todo nivel, y como mecanismo de movilidad social, refleja el daño que implicó que el país más pobre del continente comenzara a funcionar bajo los principios de libertad e igualdad, pero en el marco de una sociedad no industrializada y dependiente del petróleo.

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Las relaciones sociales como una operación matemática, inclinada al riesgo, a la ganancia y a la circulación eterna e ilimitada de todos y de todo, falló gravemente e hizo del mundo un desastre. Pero más aún, en los países que se incorporaron tarde.

Occidente separó luego de la segunda guerra mundial el fascismo y el liberalismo, colocándolos como destinos separados donde la humanidad ya había tomado su gran decisión definitiva. Pero el colapso de este marco analítico, se ve reflejado en la turbulenta política global, la crisis ecológica, las guerras ilegales por fuera de la (pisoteada) Carta de Naciones Unidas y el debilitamiento del discurso humano ante el salto tecnológico de nuestra caótica y enferma era informacional.

La pesada carga psíquica del quiebre de este modelo sociohistórico, practicado a escala global sobre las huellas del colonialismo y las fases de expansión del capitalismo mundial, también se amalgama con las contradicciones que generó en Venezuela el paso de la revolución industrial y el capitalismo en forma de inserción al mercado internacional de petróleo. Cuando definitivamente se extendieron las fronteras de la civilización occidental dentro del territorio.

Y de ese choque brutal entre una sociedad disgregada, campesina, dolida por años de guerra interna, y una industrial y comercial importada por las petroleras estadounidenses, no salimos ilesos. La amnesia fue el resultado del mito del país rico, del «tabarato, dame dos», y de pensar que todo era cuestión de que la renta petrolera disfrazara el atrofiamiento nacido de la misma renta.

Las consecuencias socioculturales del imperialismo cultural en Venezuela, aplicadas sobre una población resignada a las montoneras y a la paz interrumpida en la más absoluta disgregación y aislamiento en el campo, se miden en el comportamiento diario, nuestra forma de hablar y de reaccionar a determinados eventos.

Esta guerra de seis años ha sido la desvelación de nuestro inconsciente colectivo, mostrándonos hechos de solidaridad que suelen mitigar la lógica comercial, y a su vez, corrientes de fascitización social y disgregación que colocan el odio como boleto de salida del relato común nacional. En la reinvención de Venezuela que plantea Guaidó, no existe el chavismo.

En el alma y la mente de la sociedad venezolana, estas tendencias históricas disímiles chocan y nos dan un resultado difícil de desgranar. Es el dislocamiento entre la mentalidad de confianza absoluta a la institución de la renta, donde tercerizamos toda responsabilidad colectiva de nuestra situación actual, y la penetración del neoliberalismo que hizo del Estado una empresa más y a la sociedad un todos contra todos.

De forma desordenada y caótica, tendencias fascistas como la de María Corina Machado, la geopolítica cruel y colonial de la Doctrina Monroe, las consecuencias de creernos ricos en un país periférico, el imaginario caudillesco aún en boga, los traumas de la clase media enriquecida y empobrecida una y otra vez, configuran nuestro paisaje político y cultural del capitalismo tardío.

Lo tormentoso del asunto hace que la hegemonía sea un asunto de días, el Estado un proveedor de servicios en crisis permanente, el bloqueo financiero un desangramiento silencioso y que las amenazas de guerra sean parte del discurso cotidiano. La experiencia histórica indica que la primera bomba de una guerra tiene como objetivo el relato aglutinador de la sociedad víctima.

Dicho así, el agotamiento de cualquier relato mínimamente ordenador viene dado por consecuencia lógica y en proporciones globales.

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La crisis venezolana es geopolítica pero no en el ámbito de su definitiva resolución. Siendo así, el nervio principal del tiempo histórico es, en la misma escala de importancia, la ubicación geopolítica en el marco de un mundo multipolar en ascenso, pero también el discurso que le dará forma continua y lo más estable posible a los acontecimientos y a la realidad política país adentro.

La historia presentada como un hecho lineal, en progreso constante e ilimitado, y en nuestro caso como una sucursal de Miami en ascenso como en los 90, hoy plasma sus terribles efectos. El desgarramiento de las categorías que nos hacen operar en una sociedad capitalista (libertad e igualdad), perturbó de tal manera la vida social que su base de sustentación es el pillaje individual vertido en estructuras generales como el Estado y la renta.

La modernidad llegó a Venezuela en forma de balancín y campo petrolero, en forma de productos de lujo, miseria y expropiación territorial. En forma de amnesia de lo que éramos hasta hace 60 años.

Es casi el mismo gran problema que asumió Bolívar en sus proyectos de República: cómo construir una ciudadanía (colectiva) sin ciudadanos (individuales) en un país premoderno. Obviamente esta incógnita sigue abierta y abriéndonos heridas.

Esta problemática es política, pero también cultural en tanto el dislocamiento produce también la base de masas para las corrientes de odio que hoy busca definir la mente de los venezolanos, bajo la ruta fratricida para ser la Panamá del siglo XXI, donde supuestamente vamos a ganar todos, es necesario exterminar a millones que impiden ese supuesto progreso.

La desorientación de la sociedad moderna global, en niveles desiguales de quiebre y debilitamiento según los privilegios o castigos que reparte el sistema-mundo, se expresa en Venezuela más que en el atrofiamiento de su modelo económico, en lo problemático de reinterpretar su presente conociendo su propio pasado.

Las claves que de allí emanan tienen todas las lecturas posibles, siendo los rasgos generales, así como las líneas de recomposición y fractura a lo largo de 200 años, las que indican que la sociedad venezolana todavía está en formación, arrastrando todas sus materias pendientes sin resolver en el campo económico, tecnológico, intelectual y cultural.

El colapso de la globalización neoliberal, que camina al ritmo que le marca una nueva expedición del Imperio estadounidense, complica más el escenario. Provoca que la descomposición del orden internacional liberal, basado en la relación entre Estados nacionales que domestican la fuerza del mercado, se traduzca en Venezuela en forma de sabotajes eléctricos, sanciones punitivas contra la economía venezolana y en un colapso inducido de la vida social y económica como una herramienta de poder geopolítico. Sin reglas que operen en lo político, la sociedad se vuelve un gigantesco campo de concentración.

No siendo la historia un hecho lineal, la única forma de reinventarnos en medio del fuerte oleaje de la crisis capitalista, es explorando las claves de nuestro presente para tener así una reinterpretación confiable de nuestro pasado. Reducir la importancia de la historia, en última instancia lo que dota de sentido nuestras acciones y vivencia común con los demás, nos trajo hasta aquí.

La debacle de todo y de todos en este momento, parte también de que no tenemos dónde retornar para una reinvención. Sin jerarquías ni instituciones sociales despojadas de la renta, en medio del gran desgarramiento del neoliberalismo, ha dado como resultado que todo derive en un gran consenso odioso y belicoso por la salvación individual.

Allí agarra cuerpo la corriente de fascitización social imperante ante el quiebre de nuestro principal relato común: una independencia truncada, un país petrolero «fallido»; nuestra deformada y caótica demografía, geografía económica y bases de sustentación como nación. Repensar esto pasa por dejar de vernos como culpables, y en consecuencia, actuar como responsables de nuestro devenir como sociedad.

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Una versión errada del funcionamiento de la sociedad cae con todo su peso y muestra lo desastroso y cruel de la ingeniería socio-económica del mercado, lo que se manifiesta en Venezuela con altos precios a la deriva, dolarización rampante, crisis de los servicios públicos y todo el resto de vulnerabilidades cimentadas en nuestra caótica historia dentro del capitalismo tardío, agitadas por una agenda de intervención de alto voltaje.

Quizás el dato menos desolador es la oportunidad de reinvención en la aplicación de un pensamiento flexible que se alimente del sustrato cultural construido, reinventado o deformado por las generaciones pasadas, con todos los problemas que a bien podamos detallar. Y que, renunciando al pronóstico permanente de un futuro incierto, organice las variables de la guerra a favor del país.

El reto es edificar un discurso que, hablando desde allí, nos aglutine en otro nuevo ciclo de disgregación. Porque si seguimos vivos es porque la huella del pasado nos sigue recordando nuestras materias pendientes en todos los campos. La impostergable necesidad de reconstruirnos sobre nosotros mismos.

Fuente: Misión Verdad

Por REDH-Cuba

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