“Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”.
(GIUSEPPE TOMASI DI LAMPEDUSA)
El tradicional gatopardismo de la casta política chilena reaparece descarada en la crisis que tiene en vilo al sistema de dominación.
Cuando la institucionalidad, cuyo cimiento es la criatura que el terrorismo de estado implantó en 1980, se encuentra al borde del desplome, las elites políticas y empresariales tratan que la conmoción solo consiga parir un ratón.
El empresariado nacional y extranjero progenitor del modelo, llega a extremos penosos de autoflagelación. Sólo les falta hacer voto de pobreza para salvar las fortunas y privilegios que ven en peligro. Pronto –si es que ya no comenzó- se iniciará la fuga de capitales y el pánico financiero. El banco norteamericano JP Morgan “recomienda vender acciones chilena ante los disturbios” (El Mercurio dixit).
Los parlamentarios a su vez prometen e rebajar sus millonarias dietas y pitutos. Pero hace años que escabullen ese bulto. Desde el llamado “retorno a la democracia” (1990) se han presentado numerosos proyectos para rebajar las dietas parlamentarias. La iniciativa original fue del diputado don Andrés Aylwin Azócar hace casi 30 años. El proyecto de aquel valiente defensor de los derechos humanos y de la ética política, yace en un archivo del Congreso junto con otras amarillentas iniciativas parecidas.
A su vez el gobierno, estupefacto ante las enormes manifestaciones autoconvocadas, las más grandes en nuestra historia, intenta descomprimir la presión con paliativos que hacen caso omiso de la profundidad de la crisis. El presidente anuncia un nuevo gabinete ministerial mientras en las calles exigen su propia renuncia.
La “diablura” del gobierno –apoyada por sectores de oposición que carecen de toda influencia en la protesta social-, pretende evadir la solución real de la crisis. Esta ya no admite otra salida que no sea la Asamblea Constituyente. Sería la solución democrática y pacífica del conflicto que chocar al pueblo con añejas y corrompidas estructuras que estrangulan la democracia. Al servicio de elites de insaciable apetito de riqueza y poder, la institucionalidad genera una odiosa discriminación que impide la cohesión social necesaria para que una nación encare su futuro. Chile no solo es uno de los países con mayor desigualdad del mundo. También es un país muy debilitado en su unidad nacional. La confianza en las instituciones y la cooperación entre sectores sociales para forjar un destino común, han desaparecido liquidados por el modelo económico. Las capacidades potenciales de millones de hombres y mujeres se frustran en plena adolescencia. La percepción del ningún valor social que les atribuye el modelo, empuja a miles de jóvenes a refugiarse en la droga que hace estragos en la sociedad chilena y que alimenta una delincuencia masiva. La segregación social que impone el modelo no permite acometer en forma colectiva objetivos superiores de bien común, como la construcción de una patria más humana y justa.
Encarar esta crisis estructural con el cambio de gabinete y un ofertón de promesas, es tan ilusorio como regar el desierto de Atacama con una cucharita de té.
La crisis no permite la pirotecnia política. Hay que extirpar un tumor canceroso que es la Constitución que ampara la desigualdad y la injusticia.
La insurrección desarmada, pacífica y espontánea que estamos viviendo, exige saltar el torniquete de las trabas legales que dificultan dar ese paso. Hay que llamar con urgencia a un plebiscito que confirme la voluntad popular de convocar a una Asamblea Constituyente y acto seguido materializar esa convocatoria. Chile ha tenido diez Constituciones en su historia pero nunca una Asamblea Constituyente. No cabe revalidar el proyecto del anterior gobierno que dejaba en manos del Congreso elaborar la nueva Constitución. Ya no valen esas pillerías. El Congreso es la más desprestigiada de las instituciones y sería intolerable confiarle la redacción de la nueva Constitución.
Nuestra primera Asamblea Nacional Constituyente tiene que ceñirse a normas democráticas: diputados elegidos por el pueblo que redacten el proyecto constitucional que será sometido al veredicto de un referéndum.
Chile necesita este ejercicio democrático para recuperar confianza en sus propias capacidades de conducir el país.
Asimismo, la nueva Constitución debe consultar mecanismos que impidan los abusos de la clase política. La revocación en plebiscito de las autoridades de elección popular y la capacidad de los ciudadanos para iniciar proyectos de ley, robustecerían una democracia de derechos económicos, sociales y culturales como la que necesita Chile.
El país quiere cambios de verdad y los está exigiendo en forma pacífica. Es un ejemplo de civismo que las élites deberían respetar y acatar.
Fuente: Blog Punto final