Regresamos hoy en la mañana al Dormitorio –temporalmente convertido en Comunidad–, de mujeres sin hogar. Esta vez se reúnen las siete restantes (son 14 las que, por el momento, permanecen aquí): italianas, rumanas, una alemana –¿habrá que decir, a estas alturas, del Este?– y una dominicana. No son jóvenes. La alemana y las rumanas, conocieron el socialismo (no importa si manco o cojo) de sus respectivos países. Trato de entender sus rostros, serios o sonrientes, sus mundos ocultos. ¿Con quiénes chatean en sus celulares? No intento inmiscuirme. Dos de ellas padecen enfermedades mentales. El doctor Abeleira y el traductor Michele, explican las medidas de protección imprescindibles para la sobrevida en tiempos de pandemia. Estas mujeres hablan bien el italiano y tienen más inquietudes. Algunas, las aclara el doctor Julio, que hoy acompaña al epidemiólogo. Entrevisto, más a fondo, a una de las trabajadoras sociales. Al salir, nos detenemos en el jardín de la institución. En un país donde abundan los palacios rodeados de jardines, este no sobresale. Pero las rosas son grandes, diría que enormes, y las hay rojas púrpuras, blancas, rosadas, amarillas. De repente, los cubanos estamos todos fotografiándolas. En esta primavera incierta, las flores son el símbolo más evidente de la vida. En mi cuarto veo un pequeño spot del centro visitado, filmado durante nuestra presencia, en la que se muestra y menciona la colaboración cubana, e identifico a una de las alumnas de hoy cuando le dice al periodista que indaga por su deseo mayor, con la voz quebrada, y el rostro semi oculto: “tener una vida normal”.
Llegamos al mediodía. En la puerta del hospital, nos entretenemos conversando con los brigadistas que salen de la zona roja. Alguien avisa que la doctora Selene dejó una caja de dulces que sus tíos enviaron a la brigada. A un lado del largo pabellón, en la zona de descanso, de un día para otro, han colocado un pequeño y extraño altar al arte. Todos los meses se exhibirá una obra del pintor piamontés Carlo Fornara (1871 – 1968). Las obras proceden de una exposición que la pandemia interrumpió. La de este mes se titula “La paz clara” (1903). Sentado un poco más allá, bebiéndose a sorbos un café mientras escudriña los posibles mensajes de su celular, está Liván Álvarez Forgado, enfermero intensivista que ha venido desde Minas de Matahambre, en Pinar del Río. Casado con una enfermera, es padre de dos niñas, de 15 y 13 años. Hace dos días cumplió los 45. Estuvo de guardia en la madrugada del 13 al 14, así que recibió su cumpleaños en la zona roja. “Pasé un día tranquilo, bien, hablé varias veces con mi esposa, con mis compañeros en Cuba”. Él es uno de “los hombres del ébola”. Pero antes estuvo en Venezuela, y después en Guatemala.
Aprehender una realidad tan compleja como es un país, no sucede en un mes. Soy consciente de ello, y es posible que estas crónicas, que son en realidad apuntes para una indagación mayor, en marcha, de relaciones que trascienden la política local, en la que nos movemos cubanos e italianos, nigerianos y chinos, estadounidenses y árabes, para situar puntos cardinales, no sean todavía lo necesariamente exactas. Hoy se discute cómo superar el golpe del tsunami infeccioso del coronavirus; pero también se discute qué sociedad teníamos antes que no pudo contenerlo, y cuál tendremos después. Hay un virus anterior al virus que nos ocupa: el coronamundo.