#MartíVive #DeCaraAlSol

Una tarde de 1995, el entonces subdirector del diario, Guillermo Cabrera Álvarez, depositó sobre mi mesa de redacción en el periódico Granma, una joya singular de tapas de cartulina carmelita y hojas de papel amarillento que la poética del tiempo había convertido en reliquia por ser la primera biografía de José Martí.

El asturiano Manuel Isidro Méndez, un español de noble estirpe, había escrito las memorables páginas de aquella obra, que más tarde devolví con pesar, como quien se desprende de algo que le pertenece. Al viejo Isidro, muchos años después de su muerte, Guillermo aún lo veneraba al recordar su pasión, acuciosidad y ternura por el Héroe de Dos Ríos. Cada vez que Guillermo hablaba de él, el cariño no le cabía en las palabras y conseguía en quienes lo escuchábamos, la misma sensación de nostalgia y admiración por el entrañable amigo, al punto de que veíamos a Isidro con la misma nitidez con que él lo evocaba, entre volúmenes y papelerías reveladores.

Tras la lectura del libro que recibí como una maravilla palpable, medité sobre lo difícil que debió ser para quienes lo conocieron o vivieron de una manera más próxima a sus días, la muerte física de José Martí, circunstancia que se tornó terrible, dramáticamente abrumadora después, con la instauración de una república dependiente del Norte soberbio que negaba entonces y niega hoy nuestras virtudes y enterezas como pueblo indócil. Aquello era un agravio tremendo a José Martí y suscitaba un lamento en el pueblo cubano, expresiones de amarga aceptación de una realidad adversa que no habría sido tal si Martí hubiera vivido.

Leo en las José Martí Obras Escogidas en tres tomos [ Editorial de Ciencias Sociales, 1992] que la carta-manifiesto al director de The New York Herald, escrita en la manigua cubana el 2 de mayo de 1895 y firmada también por el General en Jefe, Máximo Gómez, se publica en Patria, Nueva York,  el 3 de junio de ese propio año, y ya para entonces José Martí no está. Sufro ahora mismo el tremendo impacto de quienes vivieron aquella ausencia súbita y desgarradora. En tal misiva Martí asevera: «Los cubanos reconocen el deber urgente que les imponen para con el mundo su posición geográfica y la hora presente de la gestación universal; y aunque los observadores pueriles o la vanidad de los soberbios lo ignoren, son plenamente capaces, por el vigor de su inteligencia y el ímpetu de su brazo, para cumplirlo: y quieren cumplirlo».

Le agradezco a Isidro Méndez, a quien no conocí, el sentimiento y la certeza de que, en los inicios y a lo largo de la república neocolonial, hubo siempre hombres ilustres y pensadores honestos que abordaron la vida y obra del Apóstol con el respeto que un monumento como él merecía. No ocurría lo mismo en las historias oficiales o en la vida política del país. A la dominación norteamericana y el anexionismo, al neocolonialismo en Cuba, le era inconveniente e incómoda la visión de Martí como patriota revolucionario y antimperialista, cuyo pensamiento había vivido una gradual radicalización, no solo a favor de la independencia, sino también de la justicia social. Así, de forma recurrente -tal como lo pretenden aún desde los Estados Unidos- sesgaban y distorsionaban la figura prominente del patriota, lo presentaban como un paradigma inalcanzable y mítico, como un idealista romántico sin posibilidades de éxito más que en el sacrificio de sí, cuando sabemos que además de humanista virtuoso, político agudo, organizador eficaz, era José Martí eminentemente un hombre práctico, con los pies bien puestos sobre la tierra y la fuerza y el alma empeñadas hasta el final en utopías realizables. Sus palabras de réplica a The Manufacturer, reproducidas en The Evening Post, jamás serían invocadas: «… Pero los [cubanos] que han peleado en la guerra, y han aprendido en los destierros; los que han levantado, con el trabajo de las manos y la mente, un hogar virtuoso en el corazón de un pueblo hostil, los que por su mérito reconocido como científicos y comerciantes, como empresarios o ingenieros, como maestros, abogados, artistas, periodistas, oradores y poetas, como hombres de inteligencia viva y actividad poco común, se ven honrados dondequiera que ha habido ocasion para desplegar sus cualidades, y justicia para entenderlos; los que, con sus elementos menos preparados, fundaron una ciudad de trabajadores donde los Estados Unidos no tenían antes más que que unas cuantas casuchas en un islote desierto, esos, más numerosos que los otros, no desean la anexión. No la necesitan».

La república humillada no era sueño de Martí y tampoco podía abrir cauce amplio a una aproximación cabal, íntegra, fiel de la obra y la vida del Maestro. En los casos de las dictaduras de Machado y Batista, no solo se le denigró en el ejercicio mismo de la injusticia y el crimen, sino que además se consideró el estudio de su pensamiento como un delito. A Fidel se le prohibió que llegaran a sus manos los libros de Martí: «Parece que la censura de la prisión los consideró demasiado subversivos. ¿O será porque yo dije que Martí era el autor intelectual del 26 de julio? Se impidió además, que trajese a este juicio ninguna obra de consulta sobre cualquier otra materia. No importa en absoluto. Traigo en el corazón las doctrinas del Maestro y en el pensamiento las nobles ideas de todos los hombres que han defendido la libertad de los pueblos», afirmaba en su alegato de defensa en el juicio que se le siguió por el asalto al cuartel Moncada.

La Revolución Cubana en la hora decisiva hizo posible la patria independiente y libre, de dignidad y justicia que nuestro Héroe Nacional soñara y por la cual emprendió la ruta de campaña al desembarcar en Playitas. Toda la obra revolucionaria es la mayor y definitiva vindicación de Martí y solo en la Revolución ha sido dada a las multitudes, la posibilidad luminosa de conocerle cabalmente, sin temor a develar todas sus dimensiones profundas, de hacer que las ramas de ese «árbol que crece», como lo denominó su mejor discípulo -el que le llevaba en el alma cuando fue al combate- puedan desplegarse anchurosamente. (Originalmente publicado en el diario Juventud Rebelde, 2002).

Por REDH-Cuba

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