El trágico golpe de estado en Bolivia me apartó momentáneamente del cuidadoso seguimiento que venía haciendo de la heroica lucha del pueblo chileno por darse una constitución democrática y decididamente pos-pinochetista y por construir una sociedad justa e igualitaria.

Proseguí pese a ello consultando las fuentes y conversando y chateando con muchas compañeros y compañeros de Chile, pero la masacre en curso en Bolivia y la escandalosa defección de una parte significativa de la intelectualidad “progre” de ese país y de Latinoamérica -que con su silencio o con su explícitas declaraciones respaldó el golpe de estado de los lacayos del imperio- absorbieron gran parte de mi tiempo y de mis energías.

Hoy, próximo a cumplirse un mes del inicio de las grandes movilizaciones populares que abrieron para siempre “las grandes alamedas” con las que soñara Salvador Allende retomo ese escrito a medio terminar y que tiene por objeto examinar la perplejidad de la derecha, en la pluma de su vocero mayor, Mario Vargas Llosa, ante el furioso despertar del pueblo chileno. Y, de paso, hacer pública las dudas que me genera el “acuerdo” logrado, a puertas cerradas entre el gobierno y la partidocracia, para poner fin a las protestas populares, restablecer la “paz social” (es decir, desmovilizar a la población) y avanzar hacia la creación de una nueva constitución.

En relación al estallido social chileno hay que comenzar señalando su carácter realmente excepcional (por lo inesperado y arrollador) y ante el cual un maestro consumado en el manejo del lenguaje como el novelista peruano se quedó sin palabras, estupefacto, atónito. A la hora de caracterizar lo ocurrido sólo atina a confesar que está en presencia de un hecho misterioso, enigmático, sorprendente.

Es comprensible: la súbita toma de conciencia y la extraordinaria movilización de chilenas y chilenos fue un cañonazo político mortal que destruyó los vistosos artificios propagandísticos del “modelo chileno” y del cual Vargas Llosa fue su principal y más eficaz apologista durante décadas. Pero ahora no encuentra palabras para explicar lo que para él es un “enigma sorprendente”. No debería llamarnos la atención tamaña perplejidad cuando se observa el rudimentario instrumental teórico y metodológico del que dispone y que sólo le permite acceder a una comprensión muy superficial de los procesos históricos.

A diferencia de los notables recursos con que cuenta para sus ficciones, a la hora de internarse en el análisis de la realidad sus herramientas conceptuales son un revoltijo de los clichés más convencionales del pensamiento burgués, forjados y difundidos masivamente desde la segunda posguerra hasta nuestros días. Un pensamiento conservador y colonial, fervorosamente capitalista, rabiosamente anticomunista y crítico de cualquier proceso social que se aparte de la defensa irrestricta del orden social burgués o que insinúe una crítica a la sociedad norteamericana, sus instituciones, valores y políticas. Víctima de esta obtusa cosmovisión el capitalismo es concebido como el remate virtuoso de la naturaleza esencialmente egoísta y adquisitiva del ser humano, y por lo tanto someterlo a discusión es tan fútil como insensato sería tratar de persuadir a un pez de que demasiada agua podría ser lesiva para su salud.

El imperialismo es una palabra prohibida y su existencia negada apriorísticamente: lo que hay es un mundo globalizado en el cual, al decir de Henry Kissinger, “Honduras depende de las computadoras de Estados Unidos tanto como éste de las bananas hondureñas”. Huelgan los comentarios sobre este célebre aforismo del criminal de guerra. Y de la lucha de clases y su papel como fuerza motriz de la historia no se puede ni hablar, como tampoco se admitiría considerar la naturaleza clasista del estado. ¿Cómo comprender la realidad sin contar con estas categorías teóricas?

Víctima de estas insanables limitaciones la lectura que el novelista peruano hace de la insurrección popular chilena -que ya se prolonga por cuatro semanas – tenía que resultar lo que fue: una torpe simplificación en donde un pueblo, y no sólo las capas medias como él dice, se rebela y enfrenta un feroz aparato represivo que al momento de escribir estas líneas había ya ocasionado veintitrés muertos.

Según el Instituto Nacional de Derechos Humanos de ese país al día de hoy, 17 de Noviembre, los detenidos por los Carabineros ascienden a 6.362 (759 de los cuales son niños o adolescentes), 2.381 heridos de los cuales 866 fueron alcanzados por disparos de perdigones y 407 por arma de fuego no identificada. Se estima que unas 250 personas perdieron un ojo durante los incidentes. Agréguese a lo anterior decenas de desaparecidos, de hombres y mujeres violados por las “fuerzas de seguridad” y el ensañamiento con que los represores les disparaban perdigones y bombas de gases lacrimógenos a la cara y todo esto, supuestamente, … ¡porque el “régimen” de Sebastián Piñera había decretado un aumento de 30 pesos (unos 5 centavos de dólares) en la tarifa del metro de Santiago! Revuelta absolutamente desproporcionada ante la nimiedad del factor precipitante y aún más incomprensible en la medida en que Vargas Llosa imagina a Chile como un país “casi” desarrollado, con un elevado ingreso per cápita, una población que disfruta del pleno empleo y que ha sido bendecida por la afluencia de inversiones extranjeras. Todo este cúmulo de bondades se tradujo, según el novelista, en un “desarrollo extraordinario” y un rápido crecimiento del nivel de vida general de la población. ¿Cómo explicar pues este estallido social?

Se trata de un “hecho misterioso”, nos dice, que nada tiene que ver con otros acontecimientos que signaron una “catastrófica quincena” en la cual se produjo la derrota de Mauricio Macri y el retorno de Cristina en la política argentina, el “fraude escandaloso en las elecciones bolivianas que permitirán al demagogo Evo Morales eternizarse en el poder” (otra calumnia imperdonable) y, poco antes, las “agitaciones revolucionarias de los indígenas en Ecuador.” Sí se emparenta, en cambio, con la protesta de los “chalecos amarillos” en Francia: una reacción de una sociedad inclusiva pero cuyo Estado no logra impedir el aumento de la desigualdad económica y social.

Por eso plantea, erróneamente, que lo de Chile es “una movilización de clases medias” ajena a las rebeliones latinoamericanas protagonizadas por quienes “se sienten excluidos del sistema” (¿no lo están, acaso, con independencia de que adoctrinados por la ideología dominante no caigan en cuenta de ello?). En Chile, continúa el novelista, “nadie está excluido del sistema, aunque, desde luego, la disparidad entre los que tienen y los que apenas comienzan a tener algo sea grande. Pero esta distancia se ha reducido mucho en los últimos años.”

Es obvio que la afirmación anterior sólo es concebible en alguien que no tiene la más pálida idea de lo que realmente ha venido ocurriendo en Chile desde el derrocamiento de Salvador Allende hasta nuestros días. Decir que en ese país “nadie está excluido del sistema” revela o bien un notable desconocimiento de los datos más elementales disponibles en infinidad de estudios y publicaciones que retratan con elocuencia los alcances de la exclusión económica y social y del gran aumento de la desigualdad experimentado por Chile; o bien un empecinamiento ideológico que le impide tomar contacto con el mundo real.

Excluidos son los millones que no tienen acceso a la salud y la educación públicas, o a la seguridad social porque estos antiguos derechos se convirtieron en costosas mercancías gracias a las políticas inauguradas por la dictadura del General Pinochet y profundizadas -¡sí, profundizadas!- por gobiernos como los de la Concertación o de la Nueva Mayoría que el autor de La Casa Verde considera a “de izquierda”. Asegura y se equivoca al decir que “en 29 años de democracia la derecha apenas ha gobernado cinco años y la izquierda -es decir, la Concertación-, 24.” Es increíble la fuerza que tiene la ideología para ofuscar la mente de un intelecto privilegiado como el de nuestro autor y llevarlo a creer que una serie de gobiernos que, repito, mantuvieron y profundizaron las políticas de Pinochet, puedan ser caracterizados como “de izquierda”.

Así como no percibe los alcances de la exclusión económica y social existente en Chile y evidente para todos sus habitantes, que por eso salieron en masivas manifestaciones de protesta día tras día, tampoco cae en la cuenta que gobiernos que privatizaron todo -desde el agua en sus fuentes de origen hasta el litoral chileno pasando por la salud, la educación, la seguridad social y el transporte- y que convirtieron al mercado en el árbitro inapelable de la distribución de la riqueza y que hicieron de su sometimiento a los dictados de la Casa Blanca la estrella polar de su política exterior sólo pueden ser caracterizados como de izquierda por un aficionado.

Gobiernos que privatizaron buena parte de la producción del cobre, que estaba en su totalidad en manos del Estado durante el gobierno de Salvador Allende y en la actualidad apenas resta el 31 por ciento; que convirtieron a Chile en uno de los ocho países más desiguales del mundo, compartiendo ese poco honorable lugar con Rwanda; que produjeron un fenomenal endeudamiento de los hogares chilenos obligados a pagar por servicios que antes eran parte constitutiva del contrato social en su condición de ciudadanos.

“La mayoría de quienes apoyan la protesta son familias trabajadoras para las cuales la vida se ha vuelto cada vez más cara” –observa un calificado analista de la realidad chilena- “y que deben soportar vivir en barrios inseguros, trasladarse horas en condiciones de ganado para llegar al trabajo, usar créditos de consumo para llegar a fin de mes y hacerse cargo de abuelos con jubilaciones miserables.” Frente a este demoledor diagnóstico el consejo del novelista es tan rotundo como absurdo: redoblar la medicina, aunque esté matando al paciente.

Por eso dice que lo peor sería “dar marcha atrás -como piden algunos enloquecidos que quisieran que Chile retrocediera hasta volverse una segunda Venezuela- en sus políticas económicas, sino completar estas y enriquecerlas con reformas en la educación pública, la salud y las pensiones.”

¿Y esto como se lograría? ¿Apelando a la sensibilidad, al altruismo de quienes han saqueado al país y su gente durante medio siglo, súbitamente convertidos en buenas almas democráticas deseosas de establecer la justicia social en la sociedad que ha caído bajo sus garras? ¿Podrán los lamentos y exhortaciones de Vargas Llosa obrar el milagro de ablandar el corazón de quienes conforman el 1 por ciento más rico del país, que se apropia del 26 por ciento del ingreso nacional?

La complaciente partidocracia que ha regenteado y coparticipado de este saqueo, ¿abrazará ahora la causa de una real democratización de la vida chilena abriendo el paso a una Asamblea Constituyente que siente las bases de un régimen político genuinamente post-pinochetista? ¿Y qué decir de los medios hegemónicos, que han venido destilando un veneno paralizante y embotador de las conciencias durante décadas? ¿Se convertirán todos ellos en fervientes demócratas, ansiosos por fundar un orden basado en la recuperación de los derechos ciudadanos y en la desmercantilización de la salud, la educación y la seguridad social, por mencionar tan sólo lo más elemental?

Las respuestas son obvias. Pero es preciso tener en cuenta que la gran movilización popular está lejos de haber triunfado por completo. Los reflejos conservadores de una partidocracia que hace décadas usufructúa del poder a su antojo y de un gobierno y una institucionalidad estatal diseñados para frustrar el protagonismo ciudadano si bien se vieron superados por la crisis fueron capaces en los últimos días de pergeñar una respuesta tramposa que en apariencia recoge el clamor de la calle pero que, en su esencia, contiene un Caballo de Troya que amenaza con frustrar las heroicas jornadas de lucha y hacer que tanta muerte, dolor y vejaciones puedan haber sido en vano.

En primer lugar, porque se posterga hasta abril del próximo año una elementalísima consulta popular con dos papeletas (¿quiere usted una nueva constitución? ¿Qué tipo de órgano debiera redactar la nueva Constitución: Convención Mixta Constitucional o Convención Constitucional?) que podría realizarse en pocas semanas si existiera la voluntad política de recoger el mensaje de las multitudinarias y heteróclitas protestas. Ante esto varios comentarios: primero, nótese que la expresión “Asamblea Constituyente” es eliminada de la comunicación oficial, y esto no por casualidad. La expresión siempre fue considerada peligrosísima por la dirigencia política chilena desde hace más de un siglo, y lo actuado por el gobierno de Piñera y sus compinches se inscribe en esa misma tradición.

Segundo, que tampoco es casual que se proponga una fórmula “mixta” en donde la “Asamblea Constituyente” podría estar compuesta por partes iguales por representantes del voto popular y por los personeros de la corrupta partidocracia gobernante, causante de la crisis, con lo cual toda tentativa de cambio profundo sería abortada de inmediato; tercero, que para una tan elemental consulta ciudadana deba esperarse nada menos que ¡cinco meses!, haciendo posible que en el intertanto el oficialismo y sus aliados puedan poner en práctica toda clase de tramoyas tendientes a burlar la voluntad popular.

Es en razón de lo anterior así como del hecho de que este arreglo pomposamente bautizado como “Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución” haya sido plasmado de espaldas al pueblo que el mismo haya sido enfáticamente rechazado por la Unidad Social, entidad que agrupa a más de 200 organizaciones de base que estuvieron en las calles y plazas y cuya voz, previsiblemente, no fue escuchada por el gobierno y los partidos cómplices de su accionar.

Es preciso reconocer, no obstante, que hubo unos pocos partidos o líneas dentro de las fuerzas de izquierda (el partido Comunista, algunas fracciones del Partido Socialista y del Frente Amplio) que se oponen a ese arreglo y que, por eso mismo, gozan de un reconocimiento social que las otras tiendas políticas no tienen. En el documento que fundamenta su rechazo categórico a aquel engendro “gatopardista”, donde algo cambia para que todo siga igual, la Unidad Social denuncia el “quórum elevado que perpetúa el veto de las minorías; la discriminación de menores de 18 años, protagonistas notables de las luchas; no se contempla mecanismo alguno de participación plurinacional y de paridad de género y, por último, establece un mecanismo de representación y elección que es funcional a los partidos políticos, que han sido responsables de la actual crisis político y social”.

Por ello no sorprende el llamado de ese enorme conglomerado de movimientos sociales a proseguir la lucha con huelgas y jornadas de protesta para hacer realidad las consignas que movilizaron durante semanas a millones de chilenas y chilenos. Sin duda que se ha abierto una ventana de oportunidad, que sería imprudente despreciar. Es cierto que lo viejo no termina de morir, aunque su muerte será inevitable más pronto que tarde.

El tan afamado “modelo chileno”, alabado por todo el pensamiento neoliberal y sus agentes (FMI, Banco Mundial, los grandes medios de comunicación, una abrumadora mayoría de la colonizada academia, etcétera) como la única vía correcta para salir del desarrollo y la dictadura yace en ruinas y no habrá poder humano capaz de resucitarlo. Resta por ver qué es lo que la creatividad, la conciencia, la capacidad de organización y de lucha de las grandes mayorías nacionales serán capaces de inventar para dejar definitivamente atrás una oscura página de la historia chilena.

Por REDH-Cuba

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