Por azares de la historia, conservamos en Cuba un número significativo de objetos relacionados con la vida de Napoleón Bonaparte. Se exhiben en el museo consagrado a ese efecto. El fenómeno resulta paradójico, pues aparentemente poco vínculo tuvo la trayectoria del célebre emperador con el acontecer cubano en el siglo XIX. Sin embargo, desde que Cristóbal Colón emprendió el cruce del Atlántico, el planeta comenzó a hacerse cada vez más interdependiente. De ahí que el panorama del decursar de la historia universal establezca un contrapunteo dialógico con los sucesos que marcan nuestras vidas, inscritas en un mundo de fronteras porosas.

Asumir lo que somos exige aprender a descifrar las claves de los complejos procesos que entrelazan pasado y presente desde la perspectiva del legado colonial que hace cinco siglos se impuso sobre nuestras tierras de América.

Nacido en Córcega, de extracción humilde, Bonaparte pudo desarrollar una brillante carrera militar al amparo de la Revolución Francesa triunfante. Bajo el antiguo régimen, los altos cargos en las fuerzas armadas eran privilegio exclusivo de los hijos de la Nobleza. Su formación de artillero le permitió modernizar principios básicos de las tácticas de combate. Con su acceso al poder clausuró el ciclo transformador iniciado en el amanecer revolucionario de la toma de la Bastilla, a la vez que emprendía una extensa guerra de conquistas que lo llevó a Egipto y lo hizo marchar hacia el este de Europa para afrontar en Rusia su primera gran derrota.

Napoleón instaló a su hermano José en el trono de España.

Los invasores tropezaron en la península ibérica con una desgastante resistencia popular, desafiante de la más brutal violencia represiva, estampada para siempre en las imágenes del pintor Goya. De la rebelión nacional derivó un breve paréntesis liberal y se extendieron hacia América Latina las reivindicaciones independentistas.

La conmoción social y política provocada por las guerras napoleónicas tuvo resonancias en el campo del arte y la literatura. Defraudadas sus simpatías revolucionarias, el compositor Beethoven modificó la dedicatoria de su Sinfonía Heroica. A pesar de su filiación ideológica conservadora, el escritor Chateaubriand observó con emoción, en sus Memorias de ultratumba, el dolor contenido, ante la humillación y la derrota, de los soldados que durante años arrostraron penalidades de toda índole en combates sin tregua, incluidos los padecimientos infligidos por el frío y el hambre en las estepas rusas.

Partícipe de esas guerras, el novelista Stendhal sintetizó el desconcierto ante el sentido de la historia en el desamparo de Fabrizio del Dongo, protagonista de La cartuja de Parma, abandonado en la retaguardia de la batalla de Waterloo.  Según confesión propia, León Tolstói extrajo de la novela de Stendhal la reflexión que subyace en el trasfondo de Guerra y paz, el enorme mural que repleto de personajes, recorre media Europa y muestra la resistencia de la tierra rusa ante el invasor.

Con la perspectiva situada en este lado del Atlántico, Carpentier observa las repercusiones de la presencia de Bonaparte en el panorama mundial. En El reino de este mundo, Paulina Bonaparte despliega su sensualidad mientras las tropas francesas se esfuerzan en vano por sofocar la insurrección haitiana. Luego, en El siglo de las luces se adentra en la médula del asunto.

La radicalidad jacobina de la Revolución Francesa trajo al Caribe el decreto que consagraba la emancipación de los esclavos. Como parte integrante de su proyecto de restauración conservadora, Napoleón Bonaparte, instalado en su poder imperial, volvió a implantar la infame institución en América.

En el relato de Carpentier, Víctor Hugues, vestido con su acomodaticia casaca de oportunista, después de haber sido portador del decreto emancipador en la isla de Guadalupe, se encarga en Cayena de imponer grilletes a los antiguos libertos. En cambio, fieles a los ideales de otrora, Sofía y Esteban se unen a la resistencia del pueblo madrileño frente a las tropas de José Bonaparte.

En estos días, algunos han evocado el bicentenario de la muerte de Napoleón en Santa Elena. Valdría la pena recordar también que estamos cumpliendo siglo y medio de la Comuna de París, cuando el pueblo de la capital francesa quiso tomar el cielo por asalto. Doblemente bloqueado por los invasores prusianos y por los reaccionarios de Versalles, resistió heroicamente. Su derrota condujo a la violencia represiva del denominado terror blanco.  Era el desenlace de un largo proceso.

Otro Napoleón, apodado el pequeño, en sarcástico panfleto de Víctor Hugo, había instaurado el boato del Segundo Imperio.  A tenor de los tiempos, patrocinó la jugosa inversión financiera con acento neocolonial, de la construcción del canal de Suez, a la vez que auspiciaba la instauración en México del imperio de Maximiliano de Austria.  Benito Juárez encabezó la lucha de los mexicanos.  Maximiliano fue ajusticiado en Querétaro y su viuda, Carlota, se hundió en la locura. Por su parte, Napoleón III sucumbió en Sedán ante los prusianos. Dejó al país en total orfandad.  El pueblo de París asumió la defensa de la nación, afianzada en un proyecto de emancipación social.

La historia puede constituirse en maestra de la vida, siempre y cuando los datos inconexos de la realidad cobren sentido inscritos en el devenir de un proceso complejo, revelador de esencias y articulado desde una perspectiva descolonizadora.

Por REDH-Cuba

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