El detonador del reciente estallido social en Guatemala fue el enérgico rechazo popular al mayor presupuesto de su historia, más de 12 mil millones de dólares aprobados de forma opaca, ilegal y aumentando el endeudamiento externo. No obstante su aumento de más de 2 mil millones respecto del de 2019, reducía la ya miserable inversión social en educación, salud, amparo a lactantes y, en general en combatir la pobreza. En situación de pandemia, grave crisis económica e incremento de las carencias, sobre un piso ya existente de 70 por ciento viviendo en pobreza y pobreza extrema, resulta ofensivo un presupuesto ostensiblemente mayor al del año anterior, pero que reducía más los enclenques fondos dedicados a necesidades sociales. Las magras ayudas prometidas por el gobierno de Alejandro Giammattei a las familias más afectadas por el coronavirus han llegado incompletas, o no han sido entregadas. Si encima el presupuesto se elabora basado en el engaño y es aprobado casi clandestinamente, sin consulta a la población y se termina reprimiendo a los inconformes, es explicable que estalle la ira popular y, que algunos le prendan fuego al Congreso Nacional, uno de los símbolos de la megacorrupción que aqueja a Guatemala hace décadas. Estas protestas continúan, pero ahora con más conciencia y elevada participación de indígenas, obreros y estudiantes que en las de 2015, que culminaron con el encarcelamiento del entonces presidente Otto Pérez Molina, quien fue investigado por la fiscalía y la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala, instancia creada por la ONU con el beneplácito de Estados Unidos, que vio la posibilidad de tomar al general como chivo expiatorio, mientras salvaba a sus aliados de los grandes grupos económicos y entretenía a la población con esta farsa para continuar la perversa aplicación de las políticas neoliberales.

Esas políticas han propiciado la olímpica corrupción de Giammattei, que no puede explicarse si no se ahonda en su enraizamiento vigoroso en la grosera injerencia de Estados Unidos en Guatemala. A partir del golpe de Estado de la CIA (1954), que derrocó al presidente Árbenz, el país quedó gobernado por una alianza de la embajada estadunidense, las cámaras empresariales y los militares de ultraderecha, cuyos negocios con el narco, el contrabando y otros giros criminales han sido sostenidos por las fuerzas armadas antes y después de los acuerdos de paz con la guerrilla en 1996. El golpe llevó al genocidio maya, con 200 mil muertos y desaparecidos, incluyendo opositores y bases de apoyo de la guerrilla.

El genocidio terminó, no así la impunidad de sus autores, ni las masacres de indígenas ni la represión. Los acuerdos de paz abrieron cierto espacio político a elecciones, pero apenas tocaron la secular estructura de dominación imperialista-oligárquica. El colmo del cinismo es que Giammattei haya invocado la Carta Democrática Interamericana (OEA), concebida para una situación de golpe de Estado y pedido al supergolpista Almagro que vaya en su auxilio, lo que ha provocado gran indignación popular.

Teñidas por las características de cada país, es evidente que las políticas neoliberales han impulsado la corrupción en América Latina y el Caribe, como en el mundo, al estimular la prevalencia del individualismo, el consumismo, la desigualdad, el desempleo y, en general, la subordinación de lo público a lo privado.

Hay pruebas de que crecientes sectores de los pueblos de nuestra América han tomado conciencia de estas realidades y sus causas y están hartos de sufrirlas. Las rebeliones populares haitiana y ecuatoriana de 2019 y 2020, seguidas por el masivo y combativo levantamiento popular chileno, que saca fuerzas de flaqueza y nos sorprende en la pelea y desafiando la represión no obstante la pandemia; la secuencia de protestas populares en Colombia, que ya cumplieron un año pese a los asesinatos y masacres, y la reciente derrota del golpe de Estado en Perú, que en unos lugares más y otros menos, claman por una Asamblea Constituyente y una nueva Constitución deja muy claro que nuestros pueblos ganan madurez política y están relanzando la ofensiva progresista iniciada e impulsada por Hugo Chávez en 1999. Marca un hito extraordinario en esta corriente histórica la rápida derrota del golpe y la dictadura militar en Bolivia por sus pueblos encabezados por Evo Morales y el MAS y la clamorosa elección del dúo Arce-Choquehuanca, que ha refrescado mucho al ambiente revolucionario y democrático en la región. La derrota electoral de Trump beneficia a este proceso porque debilita más a los gobiernos ultraderechistas de Colombia, Chile, Ecuador y no se diga Brasil. Biden dejó el cargo cuando se acentuaba el retroceso de las fuerzas populares en varios países y sería muy inteligente si buscara el diálogo con una nuestra América rebelde que tenderá a unirse y presentar un frente común verdaderamente democrático al vecino del norte. Nos falta la victoria del chavismo el 6 de diciembre en Venezuela, que estremecerá las raíces de los Andes.

Por REDH-Cuba

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