El 1º de enero de 1959, los barbudos encabezados por Fidel Castro entraron en La Habana, cuyos habitantes se volcaron a las calles radiantes de júbilo por el triunfo de la revolución y la huida del dictador Fulgencio Batista. Cuba se convirtió, desde entonces, en el parteaguas de nuestra historia. Su voz digna se dejó escuchar hasta el último rincón del mundo, anunciando que el destino manifiesto puede ser trastocado de raíz; que son posibles las reformas agraria y urbana, que se puede destruir el aparato militar de la dominación burguesa, acabar con el analfabetismo, construir una democracia con el pueblo armado y organizado, y darse las formas de gobierno libremente consensuadas, recobrar la soberanía y enfrentar al imperialismo yanqui exitosamente, esto es, conquistar la verdadera independencia. Por primera vez en nuestro continente, una revolución social, cuyas fuerzas motrices fueron los humildes, el pueblo trabajador, el campesinado, las capas medias y una intelectualidad comprometida, se planteó una estrategia con posibilidades de victoria.

Siendo el pueblo cubano el principal artífice de la gesta revolucionaria de 1959 a la fecha, a partir de la perspectiva de que no tiene por qué haber pueblos guías, y mucho menos, hombres guías, y que lo que se necesita son ideas guías, es necesario reconocer el papel jugado por Fidel, quien siempre fue coherente con la moral y los principios martianos. Para quienes acompañamos la lucha del pueblo cubano durante estos 63 años, desde la solidaridad de luchas paralelas por transformar nuestras realidades, Cuba siempre ha sido un referente de resistencia con profundo significado histórico, y Fidel un dirigente que interpretó los anhelos y las aspiraciones populares y dio cauce a un radical proceso revolucionario. El comandante Fidel Castro, tan querido por los oprimidos, como odiado por los explotadores, es el revolucionario latinoamericano de mayor relevancia en la lucha contra el dominio estadunidense; el estadista que lo desafió con éxito por más de 50 años, defendiendo la autodeterminación nacional de Cuba y, por extensión, la de los pueblos latinoamericanos.

Para la generación de aspirantes a revolucionarios que nacimos en los años 40 del siglo pasado, Fidel Castro se constituyó en un pedagogo de la revolución triunfante, del antimperialismo, de la soberanía recobrada frente a Estados Unidos, del rescate de una nación desde lo popular, del internacionalismo practicante y, sobre todo, de la coherencia ética. Recordamos también a la persona educada, respetuosa, de voz suave, incapaz de usar palabras soeces, que no se dejó arrastrar por la vanidad ni por la ambición, consciente de que, como afirmaba Martí: toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz.

Fidel y el Movimiento 26 de Julio abren un cauce revolucionario que refuta el esquema reformista del gatopardismo, que cambia todo para que todo siga igual. Fidel demuestra que es posible hacer la revolución y establecer el socialismo a 145 kilómetros del suelo estadunidense, a contracorriente del determinismo geográfico; también, Fidel rompió con el clisé de que las revoluciones podían hacerse con el ejército o sin el ejército, pero no contra el ejército.

Sin embargo, lejos está Fidel de ser un teórico de la revolución desesperada, el aventurerismo militarista o del blanquismo golpista. Sus acciones y la puesta en marcha de la opción revolucionaria en Cuba fueron resultado de un conocimiento a fondo de los problemas de su pueblo y de un programa-alegato expuesto por Fidel frente a sus jueces, conocido como La historia me absolverá.

Cuba obliga a un análisis más profundo y crítico de las condiciones objetivas y subjetivas de la revolución. Si no existe una base firme de los sectores y grupos que aspiran a transformar el país, una continuidad histórica con las luchas seculares del pueblo, un conocimiento profundo de los problemas vitales de los diversos sectores sociales, y, sobre todo, una unidad de acción de los agrupamientos democráticos y revolucionarios, y una relación orgánica entre ellos, en la extensión del territorio, el movimiento revolucionario está destinado a fracasar.

El proceso de transformación económica, social, política, ideológica y cultural que se inicia en 1959 no tiene parangón en América Latina. Con una permanente movilización y protagonismo del pueblo cubano –en sintonía con una dirigencia sensible y unida–, esta revolución ha tenido la habilidad de resistir por décadas al poder imperialista, el cual ha pretendido someterla por las vías militares abiertas y encubiertas, y por medio de un criminal bloqueo que subsiste hasta hoy. El secreto de la vitalidad de la revolución es su capacidad para hacer coincidir la radicalidad en el rumbo colectivista con un mayoritario apoyo popular, como se demostró el año pasado con la derrota política de la disidencia apátrida.

Con Cuba, hasta siempre.

Por REDH-Cuba

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