Muchos sugieren que el desempeño aceptable de la economía fue abruptamente alterado por el coronavirus. También estiman que la pandemia puede provocar el reinicio de un colapso semejante al 2008. Pero en esa oportunidad fue inmediatamente visible la culpabilidad de los banqueros, la codicia de los especuladores y los efectos de la desregulación neoliberal. Ahora […]

Muchos sugieren que el desempeño aceptable de la economía fue abruptamente alterado por el coronavirus. También estiman que la pandemia puede provocar el reinicio de un colapso semejante al 2008. Pero en esa oportunidad fue inmediatamente visible la culpabilidad de los banqueros, la codicia de los especuladores y los efectos de la desregulación neoliberal. Ahora sólo se discute el origen y las consecuencias de un virus, como si economía fuera otro paciente afectado por el terremoto sanitario.

En realidad, el coronavirus detonó las fuertes tensiones previas de los mercados y los enormes desequilibrios que acumula el capitalismo contemporáneo. Acentuó una desaceleración de la economía que ya había debilitado a Europa y jaqueaba a Estados Unidos.

 El divorcio entre esa retracción y la continuada euforia de las Bolsas anticipaba el estallido de la típica burbuja, que periódicamente infla y pincha Wall Street. El coronavirus ha precipitado ese desplome, que no obedece a ninguna convalecencia imprevista. Sólo repite la conocida patología de la financiarización.

 A diferencia del 2008, la nueva la burbuja no se localiza en el endeudamiento de las familias o en la fragilidad de los bancos. Se concentra en los pasivos de las grandes empresas (deuda corporativa) y en las obligaciones de muchos estados (deuda soberana). Además, hay serias sospechas sobre la salud de los fondos de inversión, que aumentaron su preponderancia en la compra-venta de bonos.

La economía capitalista genera esos temblores y ninguna vacuna puede atemperar las convulsiones que desata la ambición por el lucro. Pero la miseria, el desempleo y los sufrimientos populares que provocan esos terremotos han quedado ahora diluidos por el terror que suscita la pandemia.

También la caída del precio del petróleo antecedió al tsunami sanitario. Dos grandes productores (Rusia y Arabia Saudita) y un jugador de peso (Estados Unidos), disputan la fijación del precio de referencia del combustible. Esa rivalidad quebrantó el organismo que contenía la desvalorización del crudo (OPEP más 10).

La sobreproducción que precipita ese abaratamiento del petróleo es otro desequilibrio subyacente. El excedente de mercancías -que se extiende a los insumos y las materias primas- es la causa de la gran batalla que enfrenta a Estados Unidos con China.

Los dos principales determinantes de la crisis actual -financiarización y sobreproducción- afectan a todas las firmas, que empapelaron con títulos los mercados o se endeudaron, para gestionar los excedentes invendibles. El coronavirus es totalmente ajeno a esos desequilibrios, pero su aparición encendió la mecha de un arsenal saturado de mercancías y dinero.

Varios especialistas han destacado también cómo las transformaciones capitalistas de las últimas cuatro décadas inciden sobre la magnitud de la pandemia. Observan que las contaminaciones anteriores- separadas por lapsos prolongados- irrumpen ahora con mayor frecuencia. Ocurrió con el SARS (2002-03), la gripe porcina H1N1 (2009), el MERS (2012), el Ébola (2014-16), el zika (2015) y el dengue (2016).

Es muy visible la conexión de esos brotes con la urbanización. El hacinamiento de la población y su forzada proximidad multiplica la diseminación de los gérmenes. También resulta evidente el efecto de la globalización, que incrementó en forma exponencial el número de viajeros y la consiguiente expansión de los contagios a todos los rincones del planeta. La forma en que el coronavirus ha provocado en pocas semanas el colapso de la aviación, el turismo y los cruceros es un contundente retrato de ese impacto.

El capitalismo ha globalizado en forma vertiginosa muchas actividades lucrativas, sin extender esa remodelación de las fronteras al sistema sanitario. Al contrario, con las privatizaciones y los ajustes fiscales se afianzó la desprotección en todos los países, frente a enfermedades que se mundializan con inusitada velocidad.

 Algunos estudiosos también recuerdan, que luego SARS fueron desechados varios programas de investigación para conocer y prevenir los nuevos virus. Prevalecieron los intereses de los conglomerados farmacéuticos, que priorizan la venta de medicamentos a los enfermos solventes. Un ejemplo patético de esta primacía del lucro se observó en Estados Unidos al comienzo de la pandemia con el cobro del test de detección del coronavirus. Esa ausencia de gratuidad redujo el conocimiento de los casos, en un momento clave para el diagnóstico.

Otros expertos destacan cómo se ha destruido el hábitat de muchas especies silvestres, para forzar la industrialización de actividades agropecuarias. Esa devastación del medio ambiente ha creado las condiciones para la mutación acelerada o la fabricación nuevos virus.

China ha sido un epicentro de esos cambios. En ningún otro país convergió en forma tan vertiginosa la urbanización, con la integración a las cadenas globales de valor y la adopción de nuevas normas de alimentación.

En la crema del establishment el coronavirus ya recreó el mismo temor que invadió a todos los gobiernos, durante el colapso financiero del 2008. Por eso se repiten las conductas y se prioriza el socorro de las grandes empresas. Pero existen muchas dudas sobre la eficacia actual de ese libreto.

Con menores tasas de interés se intenta contrarrestar el desplome del nivel de actividad. Pero el costo del dinero ya se ubica en un piso que torna incierto el efecto reactivador del nuevo abaratamiento. Las mismas incógnitas generan la inyección masiva de dinero y la reducción de impuestos.

El dólar y los bonos del tesoro de Estados Unidos se han convertido nuevamente en el principal refugio de los capitales, que buscan protección frente a la crisis. Pero la primera potencia está comandada en la actualidad por un mandatario brutal, que utilizará esos recursos para el proyecto imperial de restaurar la hegemonía norteamericana.

Por esa razón, a diferencia del 2008 prevalece una total ausencia de coordinación frente al colapso que sobrevuela a la economía. La sintonía que exhibía el G 20 ha sido reemplazada por las decisiones unilaterales que adoptan las potencias. Se ha impuesto un principio defensivo de salvación a costa del vecino.

No sólo Estados Unidos define medidas sin consultar a Europa (suspensión de vuelos), sino que los propios países del viejo continente actúan por su propia cuenta, olvidando la pertenencia a una asociación común. Todas las consecuencias de una globalización de la economía -en el viejo marco de los estados nacionales- afloran en el temblor actual. Nadie sabe cómo lidiará el capitalismo con este escenario.

Las terribles consecuencias de la crisis para la economía latinoamericana están a la vista. El desplome de los precios de las materias primas es complementado por masivas salidas de capital y grandes devaluaciones de la moneda en Brasil, Chile o México. El colapso que padece Argentina comienza a transformarse en un espejo de padecimientos para toda la región.

Es evidente que el coronavirus golpeará a los más empobrecidos y producirá tragedias inimaginables, si llega a los países con sistemas de salud inexistentes, deteriorados o demolidos. Por la elevada contagiosidad de la pandemia y su fuerte impacto sobre las personas mayores, la estructura hospitalaria ya trastabilla en las economías avanzadas.

En el debut del coronavirus se multiplicaron los cuestionamientos al comportamiento de los distintos gobiernos. Hubo fuertes indicios de irresponsabilidad, ocultamiento de datos o demoras en la prevención, para no afectar los negocios. Pero la drástica reacción posterior comienza a aproximarse a un manejo de economía de guerra. En ese viraje ha incidido el contagio sufrido por varios miembros de la élite de ministros, gerentes y figuras del espectáculo.

También los medios de comunicación oscilan entre el ocultamiento de los problemas y el estímulo del terror colectivo. Algunos extreman ese miedo para propagar alegatos racistas, hostilizar a China o denigrar a los inmigrantes. Pero todos achacan al coronavirus la responsabilidad de la crisis, como si el capitalismo fuera ajeno a la convulsión en curso.

Los poderosos buscan chivos expiatorios para exculparse de los dramas que originan, potencian o enmascaran. El coronavirus es el gran peligro del momento, pero el capitalismo es la enfermedad perdurable de la sociedad actual.

El autor es economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA, miembro del EDI. Su página web es: www.lahaine.org/katz

Fuente: Rebelión

Por REDH-Cuba

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